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Capítulo 2 - Garras bajo la piel

El silencio que siguió al pacto no trajo paz. Fue denso, como niebla espesa entre los árboles, cargado de una sospecha que ni siquiera la promesa de tregua podía disipar.

Kael no apartó los ojos de Serena. Su mirada era la de un cazador que aún no ha decidido si respetará la presa… o la marcará como suya.

—¿Y qué gano yo aceptando esto? —preguntó con voz grave, la mandíbula tensa—. ¿Paz? ¿Una cama compartida? ¿Una mordida que se disfraza de alianza?

Serena sostuvo la mirada. El verde de sus ojos no tenía dulzura, solo determinación.

—Ganas el derecho a seguir respirando —respondió sin levantar la voz—. Ganas no ver a tu manada arder bajo la furia de algo que ninguno de los dos puede enfrentar solo. Esto no es una proposición… es una advertencia.

Kael apretó los dientes. Su cuerpo emanaba calor, ira contenida, duda. A su lado, Dorian —su teniente más antiguo— dio un paso adelante.

—Mi alfa —dijo en voz baja pero firme—, esto huele a trampa. Una unión forzada nunca termina bien. Y ella no es como las demás.

—No —musitó Kael, sin dejar de mirar a Serena—. No lo es.

La reina alfa se mantenía erguida, tan serena como su nombre. Vestía como una dama, no como una guerrera, pero su presencia era tan dominante como una tormenta acercándose desde el horizonte. Su cabello castaño claro se agitaba con el viento, la corona brillaba con la luz mortecina de la Luna creciente. Había belleza en ella, sí, pero también peligro. Como una flor con espinas de plata.

—¿Cuáles son tus condiciones? —dijo al fin Kael, con voz baja y grave.

Serena no titubeó.

—La unión será sellada ante la Luna. No habrá sumisión, ni jerarquía impuesta. Gobernaremos como iguales, dos alfas compartiendo poder. Tu manada mantendrá su autonomía, al igual que la mía, pero nuestras decisiones serán conjuntas. Nuestros destinos, entrelazados.

Kael alzó una ceja.

—¿Iguales? No existe tal cosa entre alfas. Uno siempre muerde más fuerte.

—Quizás —replicó Serena con una leve sonrisa—. Pero esta vez, la Luna puede morder a ambos si no aprendemos a compartir la presa.

El murmullo entre las manadas creció. Algunos lo consideraban herejía. Otros, una posible salvación. Nadie había visto jamás a dos alfas unir sus casas sin sangre de por medio.

Kael caminó en círculo, acercándose lentamente a Serena. La estudió, la olfateó como quien inspecciona un terreno nuevo. Su voz, cuando habló de nuevo, tenía un filo que podría cortar piedra.

—Acepto. Pero con una condición. Que la ceremonia se celebre durante la próxima Luna de Sangre.

Un escalofrío recorrió la espalda de Lyra.

—Eso es en seis noches. Es un ritual antiguo… peligroso. Si el vínculo no es sincero, ambos sangrarán. O morirán.

Kael no apartó los ojos de Serena.

—Si vamos a unirnos, que sea con la bendición… o la condena… de la Luna.

Serena sostuvo la mirada. Ella también había sentido el poder de la Luna de Sangre. No perdonaba falsedad, ni alianzas vacías. Exponía el alma. Lo que ocultabas. Lo que temías. Lo que deseabas.

—Hecho —dijo al fin.

El aire pareció romperse con la palabra.

Kael alargó la mano. Serena la tomó. La piel de ambos ardía como si el contacto encendiera algo que había dormido durante siglos. El pulso bajo la carne golpeaba con fuerza, salvaje. Antiguo.

Y entonces ocurrió.

El cielo tembló.

Una nube negra cubrió brevemente la luna, y un rugido distante —no humano, ni animal— estremeció el bosque. Los lobos aullaron al unísono, pero no fue un canto de celebración. Fue miedo.

Algo se había despertado.

Y lo quería todo.

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