La noche era espesa y muda. Un silencio anómalo cubría las tierras que alguna vez habían resonado con cantos y hechizos. Ahora, cada rincón del continente parecía aguardar, conteniendo el aliento. Los ecos espirituales —aquellos fragmentos de voces antiguas que vivían en las raíces del mundo— estaban desvaneciéndose. Era la señal más clara de que la fractura espiritual ya no era una grieta: se había convertido en abismo.
Sariah caminaba sola entre las ruinas de Erialeth, la ciudad flotante que había caído dos siglos antes. Sus botas levantaban polvo ancestral mientras su capa roja ondeaba como una llama encendida por los recuerdos. Era aquí donde, según los registros antiguos, Serena había enfrentado su más dura prueba: el sacrificio que selló la primera ruptura y salvó al mundo de la corrupción total.
Ahora, ese mismo mundo colapsaba lentamente desde dentro.
—¿Lo sientes? —susurró una voz detrás de ella.
Sariah giró con rapidez. Del bosque surgió una figura alta, con un rostro parcial