El viento aullaba entre los árboles como si anunciara un presagio. El claro sagrado, donde generaciones de alfas se habían enfrentado o unido bajo la mirada implacable de la Luna, estaba cargado de electricidad. No era solo el olor a tierra húmeda y corteza quemada. Era la tensión. El miedo contenido. La guerra invisible que se respiraba en cada aliento.
Serena se detuvo en el centro del círculo de piedras. Su capa verde oscuro ondeaba tras ella como una sombra viva. No llevaba armadura, ni collares de garras, ni marcas de guerra. No le hacían falta. Su sola presencia, firme y serena, bastaba para recordarle a todos por qué se arrodillaban ante ella. A su lado, Lyra —su segunda al mando— tensaba la mandíbula. Tenía las manos listas, como si esperara una emboscada. —Están aquí —murmuró Lyra, alzando el rostro—. El viento trae su hedor. —No es hedor —respondió Serena—. Es orgullo herido. Y desesperación. Desde el bosque, surgieron ellos: los licántropos del clan norte, con Kael al frente. Alto, corpulento, de cabello gris y ojos tan azules como el hielo de las montañas. Kael caminaba con el paso de un depredador que nunca ha sido vencido. A cada lado, sus guerreros vestían pieles oscuras, como si fueran parte de la sombra que los envolvía. —Reina Serena —dijo Kael, deteniéndose a pocos pasos de ella—. Pensé que este día solo llegaría cuando uno de los dos cayera muerto. —Y tal vez aún llegue —replicó Serena con calma—. Pero hoy he venido a ofrecer algo más difícil que la guerra. Kael alzó una ceja, desconfiado. —¿Y qué podría ofrecerme la loba que arrebató a mis hombres su tierra? ¿Palabras suaves? ¿Promesas huecas? —Unión —dijo ella, sin vacilar—. No paz… unión. Tú y yo, juntos, un solo mando. Un solo rugido bajo la luna. El murmullo fue inmediato. Los guerreros de ambos bandos se tensaron. Algunos gruñeron. Otros se miraron con incredulidad. Kael entrecerró los ojos. Dio un paso más cerca, tan cerca que Serena pudo oler la mezcla de ceniza, hierro y bosque que lo envolvía. —¿Unión… en qué sentido? —inquirió, voz baja, casi un gruñido—. ¿Estás hablando de… un vínculo? —Sí —confirmó Serena—. Estoy hablando de un vínculo de sangre, de poder… y de alma. Lyra apretó los labios. Dorian, segundo de Kael, soltó una carcajada seca. —¿Quieres que nuestro alfa se acueste con la enemiga? ¿Después de todo lo que ha pasado? —No por deseo —dijo Serena, clavando la mirada en Kael—. Por necesidad. Porque algo más oscuro se acerca. He visto las señales: la tierra se agrieta, los cachorros nacen con marcas negras. Las sombras caminan cuando no hay luz. No es solo nuestra guerra. Es el principio del fin, si no nos unimos. Kael no respondió de inmediato. Un músculo en su mandíbula se contrajo. Estaba furioso… pero no ciego. —Tú lo sentiste también —dijo ella más bajo, para que solo él la oyera—. La noche pasada. Cuando el cielo se volvió rojo. Cuando la Luna nos mostró sus fauces. Kael tragó saliva. Su silencio era confirmación. —Unión, entonces… —susurró—. Pero no será fácil. Ni limpio. —Nunca lo es —dijo Serena—. Pero si no lo hacemos, ambos perderemos más que orgullo. El bosque guardó silencio. Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer, como si la naturaleza misma contuviera el aliento.