El amanecer no trajo consuelo.
Los árboles del bosque parecían inclinarse hacia la tierra, como si intuyeran el peso de lo que estaba por ocurrir. El aire olía a corteza quemada, a tierra húmeda y nervios contenidos. La noticia de la unión se esparció como una llamarada entre ambas manadas, y con ella, el descontento.
Serena caminaba por el pasillo de piedra de su fortaleza, el eco de sus pasos resonando como un tambor de guerra apagado. La corona descansaba ahora en una repisa, junto a un par de guantes de cuero desgastado. Sus ojos verdes, normalmente calmos, eran ahora dos espejos de ansiedad y firmeza.
—No puedes confiar en él —dijo Lyra, cruzada de brazos en la puerta.
—No confío —respondió Serena, sin detenerse—. Pero sí pienso usar su ambición.
—¿Y si él piensa lo mismo de ti?
—Entonces estamos bailando el mismo vals, solo que al borde del abismo.
Lyra apretó los labios. Quería protegerla, pero también sabía que su reina no era una flor frágil, sino una espina envenenada. Serena llevaba años gobernando sola, enfrentando desafíos con sabiduría y ferocidad. Pero esto... esto era distinto. Una alianza con Kael no solo significaba una unión política; significaba ceder parte de su territorio, de su poder. Y peor aún: de su control emocional.
En la frontera, Kael entrenaba. Su cuerpo, cubierto de sudor, se movía como el de una bestia acostumbrada a la guerra. Su hacha golpeaba los troncos de práctica con una violencia casi ritual. Cada movimiento era una forma de pensar. O de evitar pensar.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó Dorian, observándolo desde la sombra.
Kael se detuvo. Su respiración era pesada.
—No. Pero el mundo ya no permite certezas. Solo elecciones.
—Serena no es una loba común.
—Y por eso la respeto.
—¿La respetas... o te intriga?
Kael no respondió. Pero en su mirada, había un destello que no era rabia. Ni ambición. Era otra cosa. Algo más peligroso.
Días después, las carpas fueron levantadas en el Valle Rojo, un territorio neutral entre ambas manadas. Allí tendría lugar la ceremonia, pero antes, los pactos debían ser firmados, los acuerdos discutidos y las condiciones expuestas.
Serena y Kael se reunieron bajo la luz gris del atardecer, acompañados por sus consejeros y escoltas. El ambiente era tenso, cargado de miradas que se cruzaban como cuchillos.
—Quiero mantener el derecho de juzgar a mis propios guerreros si cometen errores en tu territorio —dijo Kael, firme.
—Acepto —dijo Serena—, si tú me concedes acceso directo a tus guardianes de frontera. Quiero vigilancia compartida. Nada se nos puede escapar.
—¿Ni siquiera tú? —preguntó Kael con una leve sonrisa.
—Especialmente yo.
Las palabras eran como golpes entre ambos, pero bajo ellas había otra danza: más sutil, más antigua. Serena empezaba a notar algo en Kael que no era solo brutalidad. Era control. Estrategia. Y quizás... una herida oculta.
Por las noches, ambos se retiraban a sus tiendas, pero el pensamiento del otro no los dejaba en paz.
Serena recordaba el contacto de su mano, la electricidad bajo la piel, la mirada intensa de un alfa que no intentaba dominarla... sino igualarla. Y eso la perturbaba más de lo que quería admitir.
Kael, por su parte, escuchaba su voz en sueños. Y por primera vez, no eran gritos de guerra, sino susurros. Dudas. Una imagen de Serena entre fuego y luna, ofreciéndole algo más que poder: la posibilidad de pertenecer a alguien sin perderse a sí mismo.
Faltaban dos noches para la Luna de Sangre.
Y el poder en el aire crecía.
Los lobos comenzaban a inquietarse. Algunos sufrían transformaciones involuntarias durante los entrenamientos. Otros sentían una voz en sus cabezas... algo oscuro, algo antiguo, que susurraba desde los rincones del bosque.
Kael y Serena lo sabían.
La unión no solo era política. Era mágica.
Y si no lograban encontrar un punto de verdad entre ellos —una conexión más profunda que un acuerdo—, la Luna no solo los juzgaría.
Los devoraría.