El aire estaba denso en la entrada del santuario de los Primeros Ecos. No era solo humedad o polvo ancestral; era magia viva, una presencia que respiraba desde las piedras, que se deslizaba entre los pliegues del tiempo. Sariah se detuvo justo antes de cruzar el umbral. A su alrededor, los demás miembros de la expedición —Tamsin, el joven alquimista errante; Marek, el guerrero silencioso con ojos que brillaban como plata; y Kael, el protector jurado de la línea de Serena— también se quedaron inmóviles, como si sintieran la misma advertencia no dicha.
—Una vez crucemos, no habrá vuelta atrás —dijo Kael, su voz reverberando en las columnas talladas con runas que relucían tenuemente.
Sariah asintió. Había leído sobre este lugar en los fragmentos dispersos de los manuscritos de su madre. El Santuario de los Ecos: donde la realidad es sólo una capa más, donde los recuerdos caminan como sombras y las decisiones antiguas aún sangran en los muros.
Entraron.
La oscuridad no fue total. Había un