LAURENTH
Me arrodillé al borde de la cama hasta que Lyra, con los ojitos ya pesados, apoyó la cabeza en mi hombro y bostezó como si el mundo entero fuera un lugar seguro y cálido donde dormirse. Sus manitas pequeñas todavía llevaban restos de harina de los queques que habíamos repartido hoy para olvidar la presencia de Ambar, y el olor a cítrico y chocolate flotaba en la habitación como un rastro de felicidad. La acosté con cuidado, le di un último beso en la frente y la arropé. Miró a Kaelan con esa sonrisa franca que solo tienen los niños, como si hubiera entendido algo que nosotros, los grandes, todavía estábamos aprendiendo.
—¿Papi? —murmuró—. ¿se quedan aquí esta noche los dos?
—Sí —respondió él con la voz profunda y segura que me había salvado más de una vez—. Los dos nos quedamos hasta que te duermas.
Cuando la puerta se cerró quedamos solos en el silencio tibio de la casa, ese silencio que huele a lana limpia y madera, que no pide nada más que presencia. Kaelan me tomó de la