El pasillo olía a madera vieja y pólvora. La puerta principal había cedido con un bramido y ahora los pasos de la policía polaca y del equipo de Andújar devoraban la casona como un incendio bien dirigido. Thiago avanzó al frente, el chaleco duro contra el pecho, siguiendo el hilo más infalible del mundo: el llanto de su hijo, quebrando el silencio a golpes.
—Habitaciones despejadas a la izquierda —informó un agente por radio.
—Prioridad al sonido del niño —ordenó Andújar sin bajar el arma—. Thiago, detrás de mí. Valeria, mantente en la escalera. Si digo fuera, sales.
Valeria asintió desde el rellano, los dedos clavados en la baranda, el rostro blanco y decidido. No se movería, pero tampoco apartaría la vista.
En el corazón de la casa, Luciana retrocedía con el bebé apretado contra su pecho, la respiración rota. La Dra. Rubio avanzó con una jeringa entre los dedos, fría como un instrumento.
—Se acabó —escupió—. Entrégamelo.
—No vas a tocarlo —Luciana pegó la espalda a la pared, los ojo