El eco del último disparo todavía vibraba en los muros cuando los agentes irrumpieron en tropel. Gritos en polaco llenaron la casona, botas golpearon la madera, esposas tintinearon. El caos comenzaba a ordenarse a la fuerza.
Thiago, con el corazón desbocado, se incorporó despacio del suelo. El pequeño lloraba contra su pecho, tibio, vivo. Lo cubrió con sus brazos como si pudiera fundirse con él. Durante un instante, el mundo entero se redujo a ese llanto.
—Estás bien mi campeón… estás a salvo —susurró, con la voz rota.
Valeria corrió hacia él con todos los sentimientos a flor de piel, jadeando y con lágrimas ya cayendo por su rostro. Dió un paso, después otro, hasta quedar frente a Thiago. Con manos temblorosas, tomó al bebé. Por primera vez, su hijo estaba en sus brazos desde aquella noche maldita. Era la primera vez que podía sentirlo acurrucarse cerca del corazón de su madre después de semanas de haber sido arrebatado de sus brazos.
El llanto del niño se transformó en un gemido su