El hospital era un universo ordenado de luces frías, pasos rápidos y puertas que se cerraban con precisión. Pero dentro del quirófano, entre bisturís y monitores cardíacos, Valeria Ríos era el centro de gravedad. Con el cabello recogido de forma impecable y su bata quirúrgica ajustada a la cintura, movía las manos como si esculpiera milagros.
Fuera del quirófano, sin embargo, la ciencia no servía de escudo. —¡Mami Vale! —la voz de Clara resonó con entusiasmo mientras ella corría a abrazarla. Valeria se quedó paralizada. —¿Qué dijiste? —Mami Vale —Clara repitió como si nada— Valeria tragó saliva y parpadeó varias veces. No era que no quisiera, era que… ¿cómo responder sin caer por completo? —Eso es demasiado tierno para una cirujana con reputación de sargento —intentó bromear, agachándose a su nivel. Clara la miró con sus enormes ojos oscuros y soltó: —Mami Vale buena y linda. ¿Qure jugar conmigo y papá? Valeria soltó una carcajada nerviosa, que murió en cuanto sintió una presencia detrás de ella. —No es exactamente un título médico, pero te sienta bien —dijo Thiago, cruzado de brazos. Estaba apoyado en el marco de la puerta, con esa expresión que mezclaba interés genuino y un juicio silencioso. —No me lo digas, ¿viniste a medir mi nivel de implicación emocional? —replicó ella, irónica—. Te aviso que ya estoy en la lista negra de dos residentes por decirles que no iban a curar un corazón con abrazos. —Estoy tratando de entender qué pasa contigo y mi hija. —¿Y si te dijera que yo tampoco lo entiendo? —respondió con más sinceridad de la que pretendía—. No es como si lo hubiera planeado. —Tú no planeas nada. Solo te lanzas como un misil con bata blanca. —¿Y tú qué haces? ¿Pararte a mirar cómo explotan los misiles? Clara, desde su camita, levantó una ceja como su padre. —¿Beso a mami Vale? Los dos se quedaron en silencio. Valeria quiso meterse dentro del monitor de saturación. Thiago bajó la mirada, y salió de la habitación sin una palabra más. Pero la paz no duró. En la sala de reuniones de cardiología pediátrica, Valeria estaba exponiendo los próximos pasos del posoperatorio cuando Thiago interrumpió. —¿Y quién garantiza que Clara no desarrolle rechazo a los tejidos en tres semanas? —preguntó con voz dura. Los otros médicos se miraron incómodos. Valeria apretó los labios. —Nadie garantiza nada. Esto es medicina, no astrología. Pero los protocolos de compatibilidad y el seguimiento que diseñé minimizan el riesgo. —Diseñaste —repitió él, ácido—. ¿Y si estás tan involucrada emocionalmente que ya no puedes ver con objetividad? Hubo un silencio denso. Uno de esos silencios que cortan el aire como bisturís sin anestesia. Valeria se acercó a él sin perder la sonrisa cínica. —Me estás acusando de incompetencia delante de mi equipo, Moretti. ¿Eso es lo que estamos haciendo hoy? —Te estoy pidiendo claridad. Clara es lo único que tengo. —Y yo no soy el enemigo, por más que te esfuerces en tratarme como tal. Los ojos de ambos se encontraron. Un campo de guerra, de deseo y rabia a partes iguales. —Terminamos aquí —dijo ella, girando sobre sus talones. Pero él no la dejó avanzar mucho. El ascensor se abrió. Ella entró. Él la siguió. Ninguno presionó un botón. El silencio fue tan cerrado como el espacio. —Te gusta tener siempre el control, ¿verdad? —dijo Thiago, su voz baja, cargada de algo más que reproche. —Me gusta que no me interrumpan cuando estoy salvando vidas. —También te gusta que Clara te llame mamá. Ella lo fulminó con la mirada. —Cuidado, Moretti. Estás cruzando una línea que no tienes cómo sostener. —¿Ah, sí? Él dio un paso más. Estaban a centímetros. —¿Y si te dijera que esa línea ya se cruzó? El ascensor vibró levemente. Valeria se mantuvo firme, pero sus labios se entreabrieron sin permiso. Él bajó la mirada hacia su boca. Un roce. Apenas un toque de su nariz contra la de ella. No fue beso. No fue accidente. Fue amenaza. Promesa. Aviso. El ascensor se detuvo. Ella salió sin mirarlo, con la dignidad intacta y el corazón en llamas. Ya en su despacho, Valeria cerró la puerta con fuerza. Se apoyó contra ella, respirando hondo. Luego, sin poder evitarlo, murmuró: —Maldito… ¿por qué tiene que oler tan bien?