El motor del coche negro zumbaba suave sobre el asfalto mojado, y la ciudad quedaba atrás en una estela de luces distorsionadas por la lluvia. Valeria sostenía a Clara contra su pecho, envuelta en su abrigo improvisado. No era un adiós, se repetía a sí misma. Era una pausa. Una necesaria. Una que salvaría vidas.
El aeropuerto privado estaba preparado para la salida. Gabriel Araújo, el agente del FBI, había activado un protocolo discreto de extracción, sin notificaciones públicas, sin rastros administrativos. Ni siquiera Thiago sabía la hora exacta del despegue. Solo que Clara estaría segura.
Valeria no había dormido en 36 horas. Sus pensamientos eran un nudo de ansiedad, pero su rostro se mantenía firme. Tenía que serlo. Por Clara.
—¿Dónde vamos, mamá Vale? —susurró la niña, medio dormida.
Valeria tragó saliva. Mamá Vale. Otra vez. Y aunque ya lo había escuchado antes, su corazón latía fuertemente cada vez que la escuchaba.
—A un lugar donde vas a estar muy, muy bien —le dijo—. Donde