El despacho de Luciana estaba en penumbras. Afuera, el hospital seguía envuelto en caos tras la intervención del FBI. Doctores suspendidos, pacientes redistribuidos, contratos congelados. El prestigioso ala pediátrica del Hospital había dejado de ser un templo de excelencia para convertirse en el epicentro de un escándalo internacional. Y todo, por culpa de esa cirujana maldita.
Luciana apretó los dientes. La noticia de la salida de Clara había sido el último golpe. Se la llevó. Se la llevó como si fuera suya, pensó, mientras las uñas perfectamente cuidadas arañaban el brazo del sillón.
—¿Dónde está Gabriel Araújo ahora? —preguntó su padre desde la videollamada proyectada en la pantalla del despacho.
—Montando una sala de guerra dentro del hospital. Quieren auditar hasta las tazas del café —respondió con fastidio, intentando disimular el temblor en su voz.
—Esto no debió ocurrir. Te advertimos que no subestimaras a esa mujer —intervino su madre, con ese tono frío que usaba cuando las