El aire frío de Ginebra me golpeó apenas cruzamos las puertas automáticas del hospital, al menos habia dejado de llover. Sentí que se me helaban las manos aunque las tenía metidas en los bolsillos de mi abrigo. Alex caminaba a mi lado, con la cabeza baja, como si cada paso le costara un poco más que el anterior. No decía nada, y yo tampoco. Entre nosotros había un silencio que no era incómodo, pero sí denso, como si las palabras que queríamos decir estuvieran atrapadas detrás de la garganta.
No sé cuánto tiempo pasamos así, pero Alex decidió sacar su mano y extenderla para mi, me estaba pidiendo mi mano, se la dí y entrelazamos nuestros dedos, avanzando por la acera gris, cruzando calles con semáforos que parecían cambiar demasiado rápido para lo que necesitábamos. Sus hombros, normalmente firmes, estaban levemente caídos. No era solo el cansancio físico; era un peso distinto, uno que no se quita con dormir.
—¿Estás bien? —pregunté al fin, con una voz que salió más suave de lo que esp