Después de aquel silencio compartido en la habitación, Alex fue el primero en romper la calma. Se movio lentamente de la ventana y se pasó una mano por el cabello, respirando hondo. Lo vi dudar por un instante, como si no supiera qué hacer a continuación, hasta que me miró con una media sonrisa cansada.
—¿Quieres bajar a cenar? —preguntó, y su voz tenía un matiz distinto, más suave que otras veces.
Lo observé un segundo. No era hambre lo que hablaba en él, lo supe de inmediato. Era el deseo de seguir adelante, de no quedarse atrapado en el peso de lo vivido esa tarde. Y también era, lo sentí en mi pecho, un gesto hacia mí: una forma de decir que quería compartir ese momento conmigo.
—Claro —respondí, correspondiéndole con una sonrisa.
Nos arreglamos en silencio, pero un silencio que ya no era frío ni incómodo. Caminamos por el pasillo hasta el ascensor y luego atravesamos el vestíbulo del hotel. Cada paso me hacía más consciente de que Alex estaba distinto: aún había tristeza en sus o