Cuando abrí los ojos por segunda vez, el sol ya había trepado lo suficiente para colarse a través de las cortinas, pintando mi habitación con tonos dorados. No recordaba en que momento me volvi a quedar dormida pero el lado de la cama donde Alex había dormido estaba vacío y frío.
Un Solo un mensaje en mi celular, enviado a las 6:15 de la mañana:
“Llegué al hospital. Duerme un poco más, Montenegro. Hoy quiero verte sonriendo.”
Sonreí, leyendo sus palabras en voz baja, como si fueran un secreto para mí. Luego dejé el teléfono en la mesa de noche y me acurruqué unos segundos más, abrazando la almohada que aún conservaba su olor.
La calma de la mañana me envolvía. Me levanté despacio, descalza, arrastrando los pies hasta el pequeño rincón que llamaba mi sala. Mi departamento estaba desordenado: la manta del sofá tirada, tazas medio vacías, mis cuadernos abiertos como si hubieran pasado por un terremoto emocional.
—Hora de ordenar tu caos, Vale —me dije, aunque sonaba más a una excusa