Un leve temblor recorrió el fuselaje del avión y me obligó a alzar la vista. La pantalla del respaldo marcaba la cuenta regresiva: veinte minutos para aterrizar en Ginebra. Afuera, las nubes habían comenzado a disolverse, revelando un paisaje de montañas lejanas, cubiertas de un blanco tenue, como si la ciudad nos recibiera envuelta en silencio.
Alex seguía dormido sobre mi hombro. Llevaba casi una hora así. Él con los párpados cerrados, la respiración estable, y yo… despierta, entera, con su libreta sobre las piernas como si fuera una antorcha encendida.
La había leído con mas atención desde el principio. Cada línea. Cada suspiro escrito. Cada herida convertida en tinta. Y aunque ya conocía a Alex en muchas versiones —el médico, el amigo, el hombre que me sostuvo cuando sentí que el mundo se rompía—, esa libreta me había mostrado a uno más: el chico que alguna vez tuvo miedo de no ser suficiente, y que aún hoy seguía batallando con fantasmas que nunca mencionaba.
No supe cuánto tiemp