El aire en Ginebra era distinto. Apenas salimos del aeropuerto, una ráfaga fría nos dio la bienvenida, cortando el rostro con la precisión de una hoja delgada, afilada, antigua. La ciudad no tenía nada de ese bullicio caótico de Barcelona, ni el sol fuerte de Lima, ni la humedad nerviosa de otros aeropuertos. Ginebra parecía ordenada, casi contenida, como si supiera que debía moverse con cuidado porque algo sagrado estaba por ocurrir.
Alex se detuvo un momento en la vereda, justo antes de cruzar hacia el paradero de taxis. Tenía la mirada clavada en el horizonte de edificios bajos, tejados limpios, y montañas blancas detrás de todo. No dijo nada. Pero en su rostro vi un mapa de pensamientos superpuestos: reconocimiento, miedo, nostalgia y… algo que no supe descifrar. Como si la ciudad le hablara desde una herida antigua.
Yo también me detuve, sin decirle nada. No hacía falta. El viento traía consigo un aroma tenue a invierno, a pan horneado desde alguna esquina, y a ese silencio que s