Livia siempre se despertaba antes que todos. Era la primera en encender la cafetera, abrir las cortinas y regar las plantas. Reik, desde años, decía que la casa se sentía viva solo cuando la escuchaba caminar con sus pantuflas rosas.
Ese día, sin embargo, la cafetera no hizo ruido. La cortina no se abrió. Y las plantas, aunque húmedas de la llovizna nocturna, no recibieron su saludo de buenos días.
—¿Abuela? —preguntó Roselin, asomándose a su habitación.
La viejita yacía acostada, tranquila, con sus manos sobre el pecho y la expresión más apacible que cualquiera le hubiera visto. Parecía estar durmiendo, pero cuando Rianna saltó a la cama y le besó la mejilla, su piel estaba fría.
—Ma… mamá… —dijo Roselin con voz temblorosa.
Reik llegó corriendo, con el cabello desordenado y la camisa de dormir a medio abotonar.
—¿Qué pasa, mis niñas?
Rianna, con sus ojos grandes llenos de confusión, susurró:
—La abuela no se despierta.
— ¿Que?
Ella corrió a su habitacion y efectivamente no respiraba