El día de su cumpleaños número 17, Bastian recibe como obsequio de parte de sus padres la entrada a un internado. El muchacho confundido y molesto, protesta por esa decisión que afectará por completo el resto de su vida. Conoce en este derruido lugar a otros muchos chicos de su edad, pero que no son como él, pues fueron abandonados en ese lúgubre internado desde que eran muy pequeños. Mas no todo es tan malo, y en medio de toda su frustración se encuentra con Fausto, un joven que parece llevar todos los secreto del mundo en sus ojos. Este ser humano nacido para Bastian, hará que viva todas la experiencias más bellas y más aterradoras de su vida, pues tanto él, como su amado, son víctimas de una maldición que se ha heredado por generaciones. No obstante, sin importar lo que pase en esos bosques, ellos dos se entregan al amor y se prometen a la eternidad. Con la llegada de Bastian, es hora de buscar las puertas y escapar de lo que en palabras de uno de los tantos chicos, es un cementerio. (Novela homoerótica)
Leer másActo Final
Era otra noche, como muchas tantas antes, en las que Bastian debía cumplir con su turno en la clínica. Miraba por el ventanal del área de pediatría hacia la calle vacía, esperando encontrar el rostro de aquel al que esperaba hacía ya tanto tiempo. No llovía, no hacía frío, tampoco era un cielo estrellado. Era tan común tan normal, y aun así, ese mismo techo de estrellas, había sido testigo de cosas tan extraordinarias y siniestras, que nadie jamás podría plasmar completas en un libro.
Miró la hora en su reloj, pasaba la media noche. Sonrió un poco y sin dejar de ver a la calle, tres pisos abajo, fingió tomar una copa y tomar de esta.
—Feliz cumpleaños treinta y dos para mí. Otro, en el que no te tengo a mi lado… —dijo mientras cerraba el puño sobre su frente. Recordarlo dolía, sentir su ausencia minuto a minuto, era el infierno que debía soportar, para que así él regresara.
Metió su mano en el bolsillo de la bata blanca adornado con el bordado de un pequeño oso Teddy, y sacó de ahí una roca que se acomodaba perfecto a su mano. De esta pendía un cordón, con el largo suficiente como para llevarlo al cuello. Lo observó por mucho rato, y luego lo aprisionó con ambas manos sobre su pecho, suplicando porque ese fuera el amanecer en que él volvería.
—Doctor —susurró una enfermera tras de sí, apenas saliendo del ascensor —, que bueno encontrarlo, acaba de llegar un pequeño y lo necesitamos con algo de urgencia. No respondió usted al llamado, por eso vine a buscarlo, acá, dónde suele estar en las noche. Por cierto, Doctor, feliz cumpleaños.
—Qué amable eres, muchas gracias. —Bastian sonrió, de esa manera que todos amaban. Pero la enfermera sabía que estaba triste.
—¿Este año tampoco desea celebración de cumpleaños?
—No, la verdad solo quiero dormir mucho. De todas formas muchas gracias por lo que siempre hacen por mí. —Bastian seguía sosteniendo la roca que cabía perfecto en su mano, y a la chica se le hizo muy curiosa.
—Doctor, disculpe le pregunto ¿qué es esa roca? ¿Algún tipo de juguete, o amuleto? —La muchacha se sonrió con su propia pregunta. Bastian miró la roca de nuevo y también sonrió. Luego la miró a ella, con esa enorme melancolía que siempre lo invadía, pero que lo hacía tan especial.
—Esto, es su corazón.
Acto intermedio
Cuando el padre encontró por fin en ese mar de rostros tristes al que llamó «hijo» tanto tiempo, apenas si pudo creer que se tratara del muchacho que dejó ahí tiempo atrás. Los alborotados cabellos negros de Bastian, ahora lucían tan opacos y sucios que no se parecían en nada a aquellos cabellos brillantes, que se movían insolentes junto al resto de su cabeza cuando el muchacho discutía alterado y se le confrontaba con algo en lo cuál creía tener la razón. Esos cabellos del color del cielo nocturno, enmarcaban un rostro lleno de fuerza y una mirada inundada de preguntas que la mayoría de veces no le eran respondidas. Pero ese día nada quedaba de aquella altanería en ese chico, ahora, aquel que estaba ahí sentado en una baranda con la mirada perdida, los pies descalzos, cubriéndose los hombros y el pecho con una manta rota y quemada, era solo la sombra pálida y triste del «hijo» que había dejado en ese lugar. Sin embargo, ese cambio tan evidente, tenía una razón muy dolorosa que el padre por supuesto, no conocía.
Habían llegado a ese lugar muchos otros padres que también buscaban a sus hijos, intentando recordar cómo lucían esos chicos que habían abandonado a su suerte hacía más años atrás, solo porque el poder era más fuerte que el amor. Se danzaba una balada de hipocresía protagonizada en ese momento por las muchas madres que se echaban a llorar creyendo que habían encontrado a esos pequeños que lanzaron a conciencia fuera de sus vidas, algunas otras gritaban desconsoladas cuando se enteraban que sus hijos ya no estaban en este mundo, chillando como si con esa actuación tan bien montada les fueran ser devueltos aquellos que se perdieron para siempre. No obstante, esos chicos que ya no volverían sí fueron en realidad amados y protegidos por los otros muchachos con los que convivieron toda esa vida en la que esperaron escapar a la libertad. Los que sobrevivieron, siempre rogaron al esquivo Dios, porque las almas de aquellos que se fueron, no hubieran quedado atrapadas en ese bosque a merced de la leyenda.
El padre por fin se acercó a Bastian lentamente y lo tomó por un brazo con delicadeza, con la intensión de hacerle saber que ya estaba ahí. El muchacho parecía absorto en algún pensamiento que le estaba matando por dentro, aun así, levantó la vista al sentir aquella mano y se puso de pie para ver directo, a quien ahora sabía no era su padre verdadero. Sus ojos lucían tan melancólicos, que el hombre mayor no pudo soportarlo y esquivó su mirada.
—Padre… Señor, por fin viniste por mí —dijo intentando cubrirse con la manta tiznada a más no poder y quemada en las puntas—. No pudimos sacarlos a todos y esto nunca va a acabar. —Terminando de decir aquello Bastian se soltó en llanto, abrazando al que lo había criado como suyo, quizás mal, con miedo, como si se hubiera tratado de alguna especie de monstruo, pero al fin y al cabo, como si fuera su sangre.
El padre postizo de Bastian miró a la gigantesca mansión, y por las ventanas superiores vio que aún salía mucho humo, afuera la maleza llegaba a la estatura de un niño de diez años y la piedra de la que estaba construida la edificación, se caía en pedazos. No dejó de abrazar al muchacho un minuto, pensando que por más fuerte que el tiempo tratara a ese lugar, jamás se vendría abajo, porque de seguro recibiría a más huéspedes, y odió ese hecho con todas sus fuerzas. Mientras estrechaba con más fuerza al muchacho, sintió algo clavándose en su estómago y se percató que el chico llevaba una roca de generoso tamaño colgando de su cuello con un cordón de zapato.
—Bastian, por favor, quítate eso y tíralo, puedes hacerte aún más daño —le dijo el hombre en voz baja, como si con ese tono lo estuviera consolando.
—Jamás podré hacerlo —respondió mientras tomaba la roca en su mano claramente lastimada—. Este es su corazón.
***
Las puertas del sol
La llegada de Bastian
Primer acto
Tres años atrás, ese mismo padre impuesto, y ese mismo hijo de cabellos negros, discutían de forma acalorada en el portón de la mansión en la que vivían, y la razón era porque el hombre había decidido darle de regalo en su cumpleaños número diecisiete, la entrada a un internado. Bastian pasó de la riña a la los ruegos, pidiendo de todas las maneras posibles que no lo llevara a ese lugar, prometiéndole que sus calificaciones mejorarían. Bastian sabía que ir era inminente, aun así, intentaba hacer un último esfuerzo por cambiar la decisión que había tomado su padre.
—Madre, por favor, no permitas que me haga esto —decía el muchacho tomando la mano de la mujer intentando apelar a su corazón, aferrándose a ella como un niño pequeño que no quería darse un baño.
—Ya no lo distraigas mujer y despídete de una vez. Bastian sube al auto ahora.
El padre había hablado y poco se podía hacer contra sus órdenes y mandatos. La madre soltó la mano del hijo que había criado como suyo no sin antes desearle suerte y mucha fortaleza, algo que no entendió el muchacho del cumpleaños.
El muchacho subió al auto sin dejar de sentir odio infinito por su padre. Estaba fastidiado, sobre todo con la vestimenta de ese lugar en el que estudiaría, pues le parecía de lo más ridícula: Vestía un uniforme que se conformaba de camisa blanca, corbata negra, chaleco negro tejido, un blazer del mismo tono con botones de oro, un gabán muy pesado también negro encima de todo aquello y una boina igualmente negra. ¿Qué era eso de la boina?, ¿Acaso sería una especie de boy scout? Se sentía muy estúpido con eso en la cabeza. La escuela que fuera tendría que ser de inicios del siglo anterior como para pretender que los muchachos se vistieran así.
No tenía mayor información de ese sitio, su padre llegó una semana antes diciéndole que alistara sus cosas porque ahora iría a un internado. Bastian escupió la comida y la noticia sorprendió también a los otros miembros de la familia, excepto a la madre que parecía preocupada, pero no tan sorprendida.
Mientras el costoso auto rodaba por el camino hacia la montaña, él recreaba su corta vida, en que la felicidad le había sido esquiva. Sabía que su padre no sentía el mismo cariño por él como por sus otros hijos, pero aún así se esforzaba por aceptarlo. No entendía por qué para su padre era tan diferente. Creyó que tal vez era por tener los ojos grises, muy poco comunes, ya que casi siempre evitaba verlo fijamente. Tal vez era muy tonto creer que un padre no amaba a su hijo por el color de sus ojos, pero debía rascar en cualquier parte posible hasta hallar las razones para encontrar la verdad de ese trato diferente. Quizás, era por ser el hijo menor y nacer de una madre que casi podría ser su abuela, siendo ese bebé sorpresa no deseado. Buscaba tanto en su libro mental de argumentos, que incluso llegó a pensar que aquella no era su familia. Tuvo mucho tiempo para imaginar historias, ya que pasaron horas en ese automóvil donde ninguno dijo nada. El sueño por fin lo venció y dejó de luchar con sus pensamientos.
***
Fin capítulo 1
IXX Elis caminaba de puntillas, mientras dirigía a ese que le había descubierto en su misión de robar pan. Llegaron a una parte muy alejada de la mansión, más allá de las habitaciones, los salones y los cuartos de trebejos. Un lugar muy apartado donde casi nadie iba, más por el susto de encontrarse un bicho enorme, o de ver los huesos de algún desafortunado que haya vivido ahí, y no hubiese tenido forma de salir. Esa edificación, se decía, escondía muchos secreto. Por fin la caminata los llevó a unas escaleras viejas, en la cima ya de estas había un estrecho corredor y luego otras elegantes escalinatas en madera que llevaban a lo que parecía un ático. Ese era el sitio al que por fin le dirigía Elis, algo exagerado el tener que caminar tan lejos para comer pan. Sebastián lo miró mientras el chico se acomodaba en una enorme ventana circular por donde se filtraba la luna. Al parecer le gustaba mucho esa ubicación en particular. No se podía estar de pie en en esa habitación, así que gat
XVIII La alarma muy escandalosa empezó a resonar por todo el internado, era hora de abrir los ojos para comenzar el día, uno normal, aburrido y sin mayores expectativas, más que las de sobrevivir y llegar a la cama en la tarde, otra vez. Mientras todos entraban y salían del baño, él no parecía querer despertar para ir a las clases. Con la delicadeza de una enorme roca en pendiente, una almohada le cayó en el rostro, dándole el susto de su vida, tanto así que saltó de la cama de forma estrepitosa. —¿Pero es que te volviste loco? ¡Me hubieras podido matar de un maldito susto! —reclamó el recién levantado tomándose la espalda, había dolido en verdad la caída. —Mira, Sebastián, no me importa que anoche te hayas ido de juerga con tus amiguitos, ahora tienes responsabilidades y debes cumplirlas, o serás expulsado, así de fácil. El supervisor de piso, que era otro estudiante tan joven como él, dio la vuelta y salió de la habitación que compartía el bello durmiente con otros tres compañer
XVII Sin saber aún que hora de la madrugada era, los amantes dormían abrazados, cubiertos por sus gabanes como una manera de retener el frío. Seguían desnudos, la ropa estaba demasiado mojada, y así seguiría un buen tiempo. Fausto abrió los ojos primero, ya afuera de la cueva no se escuchaba el sonido de la lluvia, ni las luces de los relámpagos con sus ruidos aterradores. Supo que era momento de salir de ahí, a un lugar más cómodo para dormir y evitar enfermar. Al mover un poco su cabeza, se encontró con ese cabello tan negro, que ahora amaba. Lo acarició un poco con la intención de despertarlo y pareció funcionar, el muchacho perezoso empezó a estirarse, pero al dejar un brazo al descubierto lo cubrió de inmediato y se aferró más al cuerpo del Fausto. Este se alegró mucho, sin embargo, debió insistir en que despertara, era ya la hora, el fuego estaba casi extinto y no deseaba un resfriado. —Por favor, abre un poco tus ojos, nos pondremos la ropa que se pueda e iremos a descansar.
XVIBastian había salido corriendo al llamado silencioso de Fausto. Ese brillo en sus ojos cuando la luz de aquella lámpara alumbró su rostro, fue todo lo que necesitó para saber que le había lanzado una cuerda y de esta halaba con fuerza. El muchacho anduvo todo lo que sus piernas pudieron, pero el otro parecía haber desaparecido. Todo fue peor, cuando empezaron a caer gotas que se hacían más fuertes cada segundo. Venía entonces una tormenta.—Ah, maldita sea… —murmuró Bastian fastidiado con aquella situación. Creía que su día iba a terminar mejor que como empezó, y tendría la oportunidad de verse con Fausto, sin peleas de por medio que ni siquiera eran suyas. Se quedó un rato inmóvil, sin embargó, la lluvia arreció a tal punto que no podía ver con claridad a dónde ir para buscar algo de refugio. El ruido de los truenos estaba cada vez más aterrador. Bastian caminaba sin sentido, ya estaba empapado de pies a cabeza y algo asustado, en uno de esos estruendos del cielo tuvo que recoger
XV Bastian estaba luchando por encajar y lograr ganarse la confianza de esos chicos, que a su vez, se encontraban desesperados por acercarse a él. La primera gran interacción se dio en el pequeño curso de dibujo, al que solo asistió el primer día Francis y Antonio, luego unos más curiosos, y después ya no había espacio en aquel salón. Todos aún le temían mucho al de ojos grises, pero él los desarmaba con su sonrisa y calidez. Bastian, se estaba convirtiendo en ese amigo que hubieran querido conocer fuera de ese sitio, el aire fresco que afuera, las cosas no era tan horribles si había seres humanos como él. Francis siempre estaba a su lado, siempre apoyándolo, cosa que solo hacía que los celos de Fausto, muy infundados, aumentaran y lo desencajaran, porque era un hombre al que apreciaba en lo más profundo. Pero con Bastian, no podía controlar bien esos sentimientos que crecían en oleadas. Sus encuentros, se estaban convirtiendo en apasionados besos furtivos, como si en verdad en ese s
XIV Quien más estaba disfrutado del juego del gato y el ratón era Fausto. Le hacía una gracia enorme ver cómo Bastian hacía lo posible para rehuirlo, jugando él también, sorprendiéndolo en sitios que el de cabellos de noche no se esperaba y ver cómo se aferraba con angustia a Francis para que lo sacara de aquellos sitios donde ese de cabellos cobrizos llegaba como un relámpago. Bastian, en cambio, ya estaba fastidiado con la situación, tenía que enfrentar a Fausto, esa noche todos estaban alterados y ese beso fue producto de todo aquello. Pero ahí radicaba el problema. Ni para Fausto ni para el asustado recién llegado, aquello había sido producto de la exaltación. No obstante, si Bastian seguía escondiéndose, no podrían llegar a tener ambos una conversación seria, pero Fausto no forzaría nada, no deseaba que pensara que solo por ser el nuevo, sentía cosas por él. —Bueno, Bastian, te prometí que tendrías un lugar en el que podrías dibujar y enseñar a los chicos, ya te lo conseguí. Es
Último capítulo