Capítulo 4

Pasaron días desde aquella noche, pero el recuerdo no perdió fuerza.

Al contrario.

Me encontraba de pie en el pasillo, con el trapo inmóvil entre las manos, fingiendo limpiar una superficie que ya estaba impecable. Mis ojos, traicioneros, permanecían fijos en la puerta del despacho de Adrian Volkov. Cerrada. Silenciosa. Imponente. Había algo en ella que imponía respeto, casi temor, del mismo modo en que él lo hacía con su sola presencia. Cada vez que me tocaba pasar por ahí, una presión extraña se instalaba en mi pecho, una mezcla de nerviosismo y una curiosidad peligrosa que prefería no analizar demasiado. Me decía que era prudencia, que era miedo. Sabía que no era solo eso.

Porque yo conocía su verdad.

Y ese conocimiento pesaba más de lo que debería.

Me preguntaba cuántas personas habrían pasado frente a esa misma puerta sin saber que detrás de la imagen pulcra, poderosa y perfectamente construida del señor Volkov, había una grieta. Una que, de hacerse visible, podría destruirlo todo.

—Amelia.

La voz de Betty irrumpió en mis pensamientos como un tirón suave pero firme. Di un pequeño respingo y me giré hacia ella, sorprendida.

—¿Sí? —respondí, intentando sonar natural.

—Llevas casi diez minutos limpiando el mismo punto —señaló, arqueando una ceja con expresión divertida—. Si sigues así, vas a terminar borrando la pintura.

Forcé una sonrisa, más tensa de lo que me habría gustado, y bajé la mirada hacia el trapo que aún sostenía.

—Lo siento… —murmuré—. Solo estoy un poco distraída.

—Eso ya lo noté —respondió con suavidad, acercándose un poco más—. ¿Te pasa algo?

Negué con la cabeza demasiado rápido.

—No, solo estoy cansada.

Betty me observó unos segundos, como si supiera que mentía, pero hubiera decidido no presionarme. Al final, asintió.

—Ve a la cocina y descansa un momento. Yo me encargo de aquí.

No discutí. Dejé el trapo y caminé hacia la cocina, pero incluso allí, con una taza de agua entre las manos, mi mente regresó al despacho. A la carpeta gris. A la palabra adoptado escrita con una frialdad burocrática que no hacía justicia al peso que cargaba.

¿Qué había sentido él al crecer sabiendo que no era un Volkov de sangre?

¿Quién más lo sabía, además de mí?

—No deberías darle tantas vueltas —murmuré para mí, más como una súplica que como un consejo.

—¿Darle vueltas a qué?

La voz grave irrumpió en la cocina y me recorrió la espalda como un escalofrío.

Me giré despacio, como si el movimiento pudiera delatar el desorden que llevaba por dentro. Adrian Volkov estaba apoyado en el marco de la puerta, impecable, inalterable. El traje oscuro le caía con una precisión inquietante, como si incluso la tela obedeciera a su presencia. No hacía falta que se moviera; llenaba el espacio solo con estar ahí.

—Señor Volkov —dije al fin, irguiéndome de inmediato—. No lo oí llegar.

Y, como si no fuera suficiente, su imagen regresaba una y otra vez sin pedir permiso.

Adrian sin camisa, subiéndose los pantalones de pijama. La imagen se me quedó grabada con una nitidez cruel. La línea firme de su espalda, marcada por la tensión contenida de los músculos. El leve movimiento de sus hombros al acomodarse la tela. Y, por un instante imperdonable, el destello de su piel desnuda antes de que el negro del pantalón la reclamara.

Sentí el golpe en el cuerpo antes de poder pensarlo. Un calor repentino, traicionero, que me recorrió de abajo hacia arriba y me dejó sin aire. Me odié en ese mismo segundo por reaccionar así, por permitir que algo tan simple —tan humano— me desarmara de la forma más humillante posible.

Aparté la mirada demasiado tarde.

—Pareces nerviosa —observó, cruzando lentamente la cocina—. Más de lo habitual.

—No lo estoy.

La mentira salió demasiado rápido.

Sus ojos se detuvieron en mí con una intensidad incómoda.

—Desde hace días me miras como si estuvieras esperando algo —continuó—. O como si temieras que yo dijera algo.

Mi corazón comenzó a latir con fuerza.

—Solo intento hacer bien mi trabajo.

—Curioso —comentó—. Porque cuando alguien se esfuerza demasiado… suele ser porque guarda algo.

El aire se volvió denso.

Adrian se detuvo frente a mí. No tan cerca como aquella noche, pero lo suficiente como para hacerme consciente de cada centímetro de espacio entre nosotros.

—¿Te incomodé? —preguntó de pronto.

Alcé la mirada hacia él, desconcertada. No esperaba esa pregunta.

—¿Disculpe?

—La otra noche —aclaró—. En mi habitación.

El mundo pareció detenerse de golpe, como si alguien hubiera bajado el volumen de todo lo demás. Sentí el calor subir lentamente por mi cuello, instalarse en mis mejillas, delatarme sin piedad.

—No fue mi intención —me apresuré a decir—. Yo solo iba a devolverle el iPad.

Asintió apenas, pero no apartó la mirada.

—Y aun así te quedaste —replicó, con voz tranquila, demasiado—. No gritaste. No huiste.

Sus palabras no eran un reproche. Tampoco una acusación. Era una observación. Precisa. Incómoda.

Porque no pude, quise decir.

Porque mi cuerpo no reaccionó como debía.

—Fue un error —admití en voz baja, como si decirlo más alto pudiera volverlo real otra vez.

—Eso parecía —respondió—. Pero no uno que te molestara tanto como dices.

Sus palabras se deslizaron con calma, demasiado certeras. Sentí un nudo formarse en el estómago. Luego su mirada descendió apenas, un gesto breve, casi imperceptible… hasta que comprendí que no miraba el suelo.

Me estaba mirando los labios.

El aire entre nosotros pareció encogerse. Dio un paso al frente, luego otro, invadiendo mi espacio con una lentitud peligrosa, calculada. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente: un estremecimiento involuntario, el pulso acelerándose, la conciencia absurda de cada centímetro que nos separaba.

Quise retroceder. No lo hice.

Sus dedos se alzaron y sujetaron mi mentón, firmes pero cuidadosos, obligándome a alzar el rostro. El contacto fue suficiente para desarmarme. Cerré los ojos sin pensar, traicionándome una vez más, convencida —no sabía por qué— de que algo estaba a punto de suceder.

Pero nada ocurrió.

El silencio se alargó.

Abrí los ojos de golpe.

Él seguía allí, demasiado cerca, observándome con una atención que me hizo arder de vergüenza. Comprendí entonces lo evidente: había sido yo quien había esperado más. Yo quien había imaginado un gesto que nunca llegó.

Aparté la mirada, el calor subiéndome al rostro, deseando que el suelo se abriera bajo mis pies.

—No vuelva a ponerme en esa posición —dije al fin, alzando el mentón, aferrándome a la poca firmeza que me quedaba.

Él arqueó una ceja.

—¿Cuál? ¿La de verte atrapada?

Mis dedos se tensaron contra la superficie a mi espalda, buscando un punto de apoyo que no existía. Estaba demasiado cerca.

—La de hacerme sentir fuera de lugar.

Por un instante, algo distinto cruzó su expresión. Algo que no logré descifrar.

—Esta casa no suele ser amable con quienes entran en ella —dijo finalmente—. Y yo tampoco.

Asentí despacio.

—Lo sé.

Adrian me sostuvo la mirada unos segundos más, luego dio un paso atrás.

—Continúa con tu trabajo, Amelia —ordenó—. Y deja de pensar tanto.

Se marchó sin esperar respuesta.

Me quedé allí, temblando, con el eco de su voz y la certeza de que nada de aquello era casual.

Sabía su secreto.

Había visto su vulnerabilidad.

Y mi cuerpo había reaccionado a él de una forma que no podía explicar.

Mientras lo veía alejarse por el pasillo, entendí algo que me heló la sangre más que cualquier amenaza:

Adrian Volkov no era solo peligroso por lo que ocultaba.

Lo era porque, sin proponérselo, ya había empezado a afectarme.

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