Las betas la atraparon antes de que cruzara el umbral. Sus manos ásperas se cerraron como grilletes alrededor de sus brazos, arrastrándola de vuelta al jardín. Isabella forcejeó, pero los dedos de Clara le hundieron las uñas en la carne hasta brotar sangre. En ese momento, Isabella maldijo su propia naturaleza, era débil y a causa de ello, todos sentían que tenían poder sobre ella.
—¡Sueltame! —suplicó, pero su voz sonó quebrada, infantil. Una vez más se maldijo a si misma. Francisca avanzó con pasos felinos, el vestido de seda negra ondeando como una bandera de guerra. Su sonrisa era una daga afilada y su mirada era sardónica, algo tan característico en ella cada vez que veía a alguien inferior. —¿Crees que puedes romper lo sagrado y huir, sucia e inútil omega? —escupió la palabra como si fueran veneno—. Esas copas eran reliquias de la Manada. Más valiosas que tu asquerosa vida. ¿Pero que sabrás tú de eso? Después de todo en tu familia sobreviven de sobras y basura. Edmond permaneció inmóvil bajo el roble, sus ojos ámbar brillando con una frialdad glacial. Isabella buscó en su mirada un rastro de piedad, pero solo encontró el reflejo de su propia fragilidad. —Doblegate —ordenó él, la voz tan suave como el filo de una guillotina. Isabella apretó los puños. Su loba aulló dentro de ella, rebelde, pero su cuerpo humano temblaba. Clara la empujó hacia adelante, haciéndola tropezar frente a los pies de Edmond. El olor a tierra húmeda y sangre antigua del jardín sagrado le quemó la garganta. —Pídeles perdón —murmuró Edmond, aunque sin convicción, como si recitara un guion escrito por otros. En el fondo, algo lo inquietaba de toda esa situación, aunque no sabía bien que era. Francisca soltó una risa estridente, mientras recogía su largo cabello en una coleta desordenada. —¿Perdón? —intervino, acercándose hasta clavar sus uñas en el hombro desnudo de Isabella—. Una omega roba, espía y destruye… y tú quieres palabras, Edmond. —Su voz se volvió un silbido venenoso y hostil—. Debería recibir un latigazo por cada copa que rompió. Doce latigazos en total. El murmullo de la multitud que comenzaba a congregarse era un zumbido de avispas. Isabella alzó la cabeza, desafiante, aunque una lágrima cálida trazaba un camino hasta su mentón. Sabía que no podía escapar del castigo, pero al menos lo recibiría sin romperse frente a ellos. —No fueron doce —susurró, clavando los ojos grises en Edmond—. Solo… solo se rompieron tres. Un chasquido cortó el aire antes de que el dolor estallara. El látigo de Edmond —fino como una serpiente de cuero— le azotó la espalda, derribándola de rodillas. Isabella contuvo el grito, mordiéndose el labio hasta sangrar. El sabor a hierro la ancló a la realidad. —No mientas —dijo Edmond, enrollando el látigo con movimientos precisos—. Tu castigo termina aquí. Pero una sombra se interpuso. Dereck Sepúlveda emergió de entre la multitud, su risa profunda resonando como un trueno. Era la versión perversa de Edmond: más alto, más ancho, con una cicatriz que le serpenteaba desde la sien hasta la clavícula. En sus manos brillaba un látigo diferente, uno con púas de plata. —Mi hermano siempre fue blando con las alimañas —dijo, pasando un dedo por las púas—. Pero yo sé cómo educar a los inferiores. Francisca se inclinó hacia Isabella, susurrándole al oído con dulzura macabra: —¿Sabes por qué duele más el látigo de plata, Omega? —su aliento olía a menta y ambición—. Porque quema las heridas desde dentro. Como el desprecio que todos sentimos por los de tu especie. Edmond intentó intervenir, pero Dereck ya había levantado el brazo. —¡Doce! —rugió la multitud, enloquecida por el espectáculo sanguinario. El primer latigazo la hizo arquearse. Las púas desgarraron su blusa y la piel bajo esta, dejando un surco ardiente. Isabella mordió el suelo, ahogando un gemido. —Uno —contó Dereck, disfrutando cada sílaba—. Por insolente. El segundo azote se enredó en su cuello. Isabella cayó de costado, viendo el cielo teñirse de rojo al filtrarse la sangre en sus ojos. —Dos. Por mentirosa. Para el quinto latigazo, ya no sentía las piernas. Las voces se mezclaban y todo se desdibuja a su alrededor: —¡Mírenla arrastrarse! —Las omegas solo sirven para esto. —Deberíamos vender su pelaje… Dereck se detuvo en el décimo golpe, jadeante de excitación. Isabella yacía en un charco de su propia sangre, los dedos enterrados en la tierra como raíces desesperadas. —Le falta… fuerza… Alfa Dereck —logró burlarse, escupiendo una gota carmesí, aún así, alzó la mirada, atravesando a Dereck con sus profundos ojos grises. La multitud enmudeció. Hasta Francisca contuvo el aliento. Dereck enrojeció, la cicatriz palpitando como un gusano vivo. ¿Como podía ser una simple Omega tan jodidamente insolente? —¡Doce! —rugió, descargando los últimos azotes con furia. Cuando terminó, ni siquiera el viento se atrevía a soplar. Isabella seguía consciente, cada respiro un cuchillo en los pulmones. Dereck le agarró del cabello, alzándola hasta que sus ojos vidriosos encontraron los suyos. —Aprende tu lugar, cosa inmunda —susurró antes de arrojarla al suelo. La multitud se dispersó, arrastrada por los preparativos del festival. Edmond fue el último en irse, sus botas deteniéndose junto a su oído: —Nunca debiste alzar la voz —murmuró, y por un instante, Isabella creyó oír… ¿arrepentimiento? Estúpidamente su corazón se aceleró. Pero cuando cerró los ojos, solo vio las sonrisas. La de Dereck, Francisca, su madre. Y supo, entre el dolor y la sangre seca, que cada cicatriz sería un juramento. La luna llena ascendió, iluminando a la chica rota que susurraba entre dientes: —Los destruiré a todos, juro que algún día les haré pagar por cada humillación... De pronto, una sombra se posó sobre ella, Isabella se encogió un poco más, deseando desaparecer y no tener que lidiar con nadie más. —Te sacaré de aquí... —La profunda voz de Edmond logró sobresaltarla. °°° La sangre de Isabella manchó el pecho de Edmond como un jeroglífico de culpa. Él sabía que ese tipo de tratos era inhumano, pero jamás tuvo las agallas para interponerse a siglos de costumbres y creencias por parte de la manada. El camino hacia la cabaña fue un silencio cortado solo por el crujir de hojas secas bajo sus botas y los gemidos ahogados que ella mordía entre los dientes. Edmond sostenía su cuerpo como si cargara cristales rotos, cada paso calculado para no sacudir sus heridas. Isabella intentó resistirse al principio, pero el dolor la doblegó hasta quedar inmóvil, su mejilla apoyada involuntariamente contra el latido acelerado de su cuello. —¿Qué... ganas con esto? —logró articular con voz rasposa, los dedos aferrándose involuntariamente al borde de su capa negra—. ¿Redención barata, Alfa? Edmond no respondió. Su mandíbula temblaba bajo la máscara de frialdad. Al cruzar el umbral de la cabaña, el olor a madera podrida y memorias infantiles lo golpeó como un puño. Allí estaba todavía el sillón de cuero donde su madre le leía mitos de lobos estelares, ahora cubierto de telarañas y polvo. Al depositarla, un jadeo escapó de Isabella. Edmond retrocedió dos pasos, sus manos (aún tibias del contacto con su piel) se cerraron en puños detrás de la espalda. Observó cómo ella se encogía sobre sí misma, los hombros convulsivos bajo los jirones de su blusa. Cada lágrima que caía sobre la tela desgarrada le quemaba más que el látigo de Dereck. —Toma —murmuró, arrojándole una manta raída que olía a alcanfor. Isabella la rechazó con un movimiento brusco que le arrancó un quejido. —No... quiero... tus migajas —entrecerró los ojos, tratando de enfocarlo a través de la sangre que le nublaba la vista—. ¿Crees que me debes algo? ¿O solo te excita ver cuán rota... —¡Basta! —rugió él, derribando una mesa con un puntapié. El estruendo los dejó a ambos jadeando. En el suelo, rodó un viejo lobo de juguete tallado en roble, el mismo que Edmond escondió allí tras la muerte de su hermano menor. El silencio que siguió fue una herida abierta. Isabella fue la primera en romperlo, su voz ahora un hilillo suave y tembloroso: —A los doce años, mi madre me vendió por tres sacos de trigo —sus uñas se clavaron en los brazos del sillón—. Los alfas de su manada dijeron que era... un buen trueque para una omega defectuosa. —Una risa amarga le sacudió el cuerpo—. Me lo arrebataron todo, ¿crees que me queda algo? Ya no tengo nada, absolutamente nada que perder. Edmond se volvió lentamente. La vio entonces no como la omega rebelde, sino como el reflejo de sus propias cadenas: —A los ocho años, Dereck me enterró vivo en el jardín sagrado —confesó, las palabras saliendo como lava de una cicatriz nunca cerrada—. Pasé tres horas escuchándolos reír arriba. Cuando me rescataron, mi padre me azotó por dejarme atrapar. Para todos fue una desilusión cuando la diosa luna me escogió como el próximo líder. Isabella alzó la mirada, y en ese instante, los dos fantasmas se reconocieron. Edmond se acercó, movido por un impulso que ni su lobo ni su orgullo entendían. Arrodillado frente a ella, su mano se cernió sobre su mejilla magullada. Isabella contuvo el aliento: el calor de esa palma era un espejismo en su desierto de hielo. Dios, si él continuaba así de cerca el corazón escaparía de su pecho. —No... —susurró, pero su cabeza se inclinó hacia él, traicionándola. El contacto duró menos de un latido. Edmond retiró la mano como si el solo contacto lo hubiera quemado. Se puso de pie con brusquedad, alejándose hasta quedar recostado contra la ventana sucia. —Hay un caballo atado tras la cabaña —dijo sin mirarla, los dedos aferrados al marco como a un salvavidas—. Al amanecer, toma el sendero norte. No regreses jamás. Isabella forcejeó por incorporarse, la rabia dándole fuerzas momentáneas: —¿Y qué soy para ti? ¿Otra fuga cómoda para limpiar tu conciencia? ¿Crees que algo cambiaría si huyó? ¡Mi maldita naturaleza me ha condenado! La respuesta llegó en un susurro cargado de mil tormentas, él no se atrevió a alzar la mirada: —Eres el fuego que no me atrevo a tocar. No entiendo que me pasa cuando estoy cerca tuyo, pero si sé algo Isabella, sin importar estos sentimientos debo mantener las distancias. Antes de que ella pudiera reaccionar, la puerta se cerró de golpe. Isabella se desplomó sobre la manta que aún olía a él: bosque y hierro, poder y miedo. Fuera, Edmond caminó hasta el claro donde años atrás enterró su primer cachorro muerto. Las lágrimas que finalmente cayeron no eran suyas, sino de su lobo, que aullaba en duelo por algo que ni entendía. Entre los árboles, Dereck observaba. Un celular brilló en su mano mientras grababa el final de la escena: —Hermano traidor —murmuró, guardando el video que destruiría a Edmond—. Te haré comer esa compasión. Eres demasiado débil, no necesitamos un líder como tú...