Capitulo 3

Bajo un cielo teñido de rojo carmesí por la luna llena, el campo sagrado respiraba con la electricidad de siglos de rituales olvidados. Antorchas de hueso y resina crepitaban, arrojando sombras danzantes sobre los rostros hambrientos de la manada. El aire espeso olía a sangre seca, a hierbas quemadas y al sudor dulzón del miedo disfrazado de devoción.

Isabella, arrastrando los pies entre el gentío, sentía cada mirada como un cuchillo sobre su espalda destrozada. Las vendas rudimentarias que le envolvían el torso se habían teñido de óxido, y el vestido de lino áspero que Francisca le había arrojado le rozaba las heridas como una lengua de lija. Cada respiro le quemaba los pulmones, cada latido del tambor ceremonial resonaba en sus sienes como un martillazo.

—¿Crees que alguien vendrá por ti? —Erick le susurró al oído, sus dedos hundiéndose en su cintura con una posesividad que heló su sangre—. Mira a tu alrededor, hermana. Hasta las ratas te evitan. —Su aliento, caliente y empapado de cerveza de centeno, le recorrió la nuca mientras señalaba a un grupo de omegas adolescentes que apartaban la vista—. Cuando termine esto, te llevaré personalmente a la perrera. Quizás si aprendes a ladrar, te dé de comer.

Isabella apretó los dientes hasta que le crujieron las mandíbulas. En el centro del campo, el fuego sagrado ascendía en espirales hacia la luna, sus llamas azules reflejándose en los collares de plata de los alfas. "Hoy", se repitió, clavándose las uñas en las palmas para no caer. "Hoy la Luna me verá". Pero su loba, aquella parte de su ser que aún no habían logrado quebrar, gruñía débilmente en su interior, desesperada por escapar.

En el estrado de obsidiana pulida, el Alfa líder emergió como un espectro de otra era. Su capa, tejida con el pelaje de sus enemigos, arrastraba un séquito de fantasmas. Las cicatrices que surcaban su rostro parecían mapas de batallas ganadas con crueldad, y sus ojos, dos pozos de breva sin fondo, escrutaron a la multitud con la frialdad de un depredador que elige su próxima presa.

—¡Hijos de la noche eterna! —rugió, y la manada respondió con un coro de aullidos que hizo vibrar el suelo bajo los pies de Isabella—. Hoy, bajo la mirada de nuestra diosa... —alzó un brazo esquelético hacia la luna, cuyos rayos teñían de escarlata las caras extasiadas—, ¡sello el destino de mi sangre! ¡Edmond Sepúlveda, elegido por la Luna, será vuestro nuevo Alfa!

La ovación fue un estruendo de garras golpeando corazas y botellas rotas. Edmond ascendió los peldaños del estrado con la rigidez de un soldado camino al cadalso. Su capa de pieles negras —el mismo pelaje del lobo que mató en su rito de madurez— ondeaba como una bandera de duelo. Isabella contuvo el aliento: en sus manos temblorosas, el bastón de mando tallado con runas de traición y poder brillaba bajo la luz lunar como un hueso descarnado.

—Hermanos... —comenzó Edmond, su voz quebrando el silencio como cristal bajo una bota—. Juro guiaros con...

—¡Mentira! —El rugido de Dereck cortó el aire como un disparo. Subió al estrado con la gracia de un felino ebrio de poder, el celular en su mano brillando como un trofeo siniestro—. ¿Qué clase de líder se arrastra por una omega rota? —La pantalla se encendió, proyectando el video que congeló la sangre de todos: Edmond sosteniendo a Isabella en la cabaña, sus dedos enterrándose en su pelo mientras la voz del futuro Alfa susurraba "Eres el fuego que no me atrevo a tocar".

El campo sagrado contuvo el aliento colectivo. Isabella sintió cómo cien cabezas giraban hacia ella, sus miradas una mezcla de asco y morbo. Erick rió bajito, hundiendo una uña en la herida abierta de su costado:

—Mira cómo tiemblan por ti —masculló, lamiendo la sangre de su dedo—. Deberías agradecerme. Al menos ahora saben que existes.

En el estrado, el Alfa anciano se irguió como una tormenta personificada. Sus garras, largas y curvadas como hoces, brillaron al desenvainarse:

—¿Es cierto todo esto? —gruñó hacia Edmond, cuya palidez ahora rivalizaba con la luna—. ¿Deshonras nuestra sangre por esta... "cosa"?

Edmond abrió los labios, pero no hubo sonido. Solo el crujido de huesos cuando Dereck arrebató el bastón de mando, su risa retumbando en el silencio:

—¡Por ley ancestral, desafío al traidor! —vociferó, arrojando el celular al fuego sagrado, donde estalló en chispas de plástico derretido—. ¡Edmond Sepúlveda ha manchado nuestro honor con lástima, poniéndose al nivel de una sucia Omega!

La manada enloqueció. "¡Dereck! ¡Dereck! ¡Dereck!" coreaban, mientras empujaban a Edmond al círculo de batalla tallado en piedra volcánica. Isabella forcejó contra el brazo de Erick, su voz emergiendo como un gemido roto:

—¡No! ¡Él no es...!

Un golpe seco la hizo caer de rodillas. Erick la sujetó del pelo, obligándola a ver:

—Disfruta el espectáculo, hermana. Es lo más cerca que estarás de un Alfa otra vez.

El combate fue una carnicería coreografiada. Edmond esquivaba los ataques con la elegancia desesperada de quien sabe que está condenado. Dereck, en cambio, luchaba como un animal hervido en odio: cada zarpazo destrozaba carne, cada gruñido salpicaba de saliva el rostro de su hermano. Cuando su garra se hundió en el costado de Edmond, arrancando un grito ahogado, Isabella sintió el dolor como propio. Jamás pensó que el alma podía doler de esa manera.

—¿Ves cómo sangra por ti? —Erick le escupió al oído, disfrutando cómo ella temblaba—. Deberías sentirte halagada. Un Alfa muriendo por una omega... es poético.

En el círculo, Dereck inmovilizó a Edmond contra la tierra, sus colmillos a centímetros de su yugular:

—¿Sabes qué le haré a tu perra cuando termine contigo? —susurró, lo suficientemente alto para que Isabella escuchara—. La amarraré al poste de castigos. Dejaré que la manada la use hasta que olvide su propio nombre.

Fue entonces que Isabella lo vio: en la multitud, Francisca deslizándose hacia una figura encorvada cerca de las hogueras. La abuela Nora, la omega anciana de cabellos blancos y ojos nublados, intentaba esconder una muñeca de trapo —el único juguete que le había regalado a Isabella en la infancia— bajo su chal raído. Antes de que pudiera gritar, Francisca clavó una daga de plata en el hombro de la mujer, arrastrándola hacia el fuego con una sonrisa de doncella.

—¡Un tributo para la nueva era! —anunció, mientras la anciana caía de rodillas, gimiendo—. ¡Sangre de omega para limpiar nuestra vergüenza!

Algo en Isabella estalló. Un sonido que no era humano ni lobo, sino el grito de algo ancestral y olvidado, brotó de su garganta:

—¡BASTA!

El silencio cayó como un mazo. Hasta el fuego sagrado se inclinó hacia ella, sus llamas tornándose doradas. Isabella se irguió, ignorando el dolor que desgarraba su cuerpo, y avanzó hacia el círculo de batalla. Su sangre marcaba el camino, cada gota brillando con un fulgor plateado bajo la luna.

—Tú —señaló a Edmond, cuyo rostro ensangrentado reflejaba un dolor más profundo que las heridas—. Tienes su veneno en las venas, pero sigues eligiendo temblar. —Giró hacia la manada, su voz creciendo como un vendaval—. ¡Y ustedes veneran cadenas! ¡Somos lobos, no esclavos! ¡La Luna no eligió crueldad, eligió "libertad"!

Un murmullo recorrió la multitud. Alguien tosió. Alguien rió. Hasta que una figura emergió de las sombras, su sola presencia sofocando los sonidos como un manto de hielo. Kael Tharn, el Errante, avanzó con la elegancia de una pesadilla hecha carne. Su máscara de ébano, tallada con fases lunares, reflejaba el fuego en espirales hipnóticas. Pero eran sus ojos —un violeta electrizante que ningún lobo natural poseía— los que paralizaron hasta al Alfa anciano.

—Esa voz... —dijo Kael, deteniéndose frente a Isabella. Su acento era antiguo, musical y peligroso, como una canción de cuna cantada por un verdugo—. Llevo diez ciclos lunares cazando su eco en los bosques. —Retiró la máscara lentamente, revelando un rostro que arrancó gemidos de la multitud: piel dorada marcada con runas plateadas, cabello blanco como nieve recién caída y una cicatriz que le cruzaba el ojo izquierdo, cerrado para siempre—. Bienvenida a casa, "Aullido de Plata".

Isabella retrocedió, pero Kael tomó su mano con una suavidad que contrastaba con su aura de tormenta. Ante el asombro general, empujó los harapos de su vestido, revelando la piel bajo sus costillas: allí, entre las heridas abiertas, un símbolo espiral brillaba con luz propia, proyectando hologramas de constelaciones en el suelo.

—La Marca de Selene —murmuró una omega anciana, cayendo de rodillas—. ¡Es la elegida!

Dereck rugió, lanzándose hacia ellos, pero Kael movió un dedo. Diez lobos plateados —criaturas de pelaje luminiscente y ojos estelares— emergieron de la nada, rodeando a Isabella en un círculo protector. Sus gruñidos resonaron con la fuerza de mil truenos.

—¿Os atrevéis a desafiar el designio de la Luna? —La voz de Kael retumbó en cada pecho, haciendo temblar hasta las antorchas—. Esta mujer lleva el sello de la diosa en su carne. ¿Queréis quemaros en su ira?

El Alfa anciano fue el primero en arrodillarse, su frente tocando el suelo. Uno a uno, la manada lo siguió, hasta que solo Dereck y Francisca permanecieron de pie, temblando de rabia impotente.

—No es... —intentó Dereck, pero Kael apareció frente a él en un parpadeo, su garra alrededor de su garganta.

—Termina esa frase —susurró, mientras sus runas comenzaban a brillar con un fulgor azabache—, y le pediré a la Luna que borre tu linaje de la memoria del tiempo.

Isabella buscó a Edmond entre la multitud postrada. Lo encontró arrodillado en un charco de su propia sangre, el bastón de mando roto a sus pies. Sus ojos ámbar se encontraron con los suyos, y por un instante, creyó ver el destello de un lobo quebrado, pero vivo. "¿Por qué no luchaste?", quiso gritar. "¿Por qué me dejas ir?" Pero él bajó la cabeza, y supo que algunas batallas se libran en silencio.

Isabella contuvo el aliento y las ganas de romper en llanto.

—Ven —ordenó Kael, tendiéndole la mano. Su contacto era cálido, pero en sus ojos bailaba una oscuridad ancestral—. Tu destino no está aquí, entre ruinas.

Montaron a lomos de los lobos plateados, criaturas que olían a tormentas y estrellas recién nacidas. Antes de que la manada desapareciera tras la niebla, Isabella miró una última vez: vio a Francisca arañando el suelo con garras de impotencia, a Erick mordiendo su propio brazo para no rugir, y a Edmond... Edmond, abrazando el lobo de juguete que yacía entre los escombros del estrado, sus lágrimas dibujando caminos limpios en el polvo y la sangre.

Kael gruñó suavemente, una advertencia y una promesa:

—Volveremos, "Aullido de Plata". Cuando tu cicatrices se hayan convertido en armadura y tu dolor en fuego. —Sus dedos se entrelazaron con los de ella, las runas de ambos pulsando al unísono—. La Luna no te eligió para huir. Te eligió para devorar.

Y mientras cabalgaban hacia el horizonte, Isabella juró que cada latigazo, cada risa burlona, cada lágrima ahogada, se convertirían en semillas. Semillas de una guerra que arrasaría hasta el último ladrillo de aquel infierno.

Pero en la oscuridad, lejos de las miradas, Dereck sonrió al revisar su otro celular —el que contenía copias del video—. Alguien tenía que mantener viva la llama del odio. Y él siempre tenía un plan B.

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