La habitación de Edmond olía a hierbas medicinales y derrota. La luz mortecina de una lámpara de aceite danzaba sobre las vendas manchadas de sangre que le cubrían el torso, mientras el eco de los aullidos de la manada celebraba a su nuevo líder en la distancia. Las paredes de madera agrietada, otrora adornadas con trofeos de caza y retratos de líderes pasados, ahora reflejaban el vacío de su legado truncado. En el rincón, el lobo de juguete de roble yacía partido en dos, testimonio mudo de la noche en que todo se desmoronó.
Su mirada se perdió entre las sombras danzantes que se reflejaban en las paredes. En ese momento se odiaba a si mismo, odiaba ser quién era y lo único que anhelaba era libertad. Durante siglos, la manada Luna de Sangre disfrutó del sadismo, de someter a los más débiles, pero era algo que a él no le nacía hacer, desde su perspectiva, todos merecían el mismo respeto. De pronto pensó en Isabella, en esos ojos grises llenos de tristeza y algo dentro de él se removió