La quiero muerta.

La risa de Isla suaviza el murmullo de la habitación como una hoja deslizándose sobre seda. La botella entre ellos tintinea huecamente mientras Leonardo inclina su copa, observando cómo la lluvia tatúa las ventanas. Más allá de la caoba y el cromo pulido, la ciudad es una mancha de neón y química; dentro, son un mundo privado donde las consecuencias son negociables.

—Creo que Emilia será una amenaza para nosotros en el futuro, cariño —dice Isla, pero no es una pregunta. Su mano juguetea con un gemelo como si fuera un pequeño animal peligroso—. La mirada en sus ojos… está tan desesperada que podría volverse peligrosa. Arañará, venderá lo que le queda de orgullo. Intentará recuperar más de lo que le corresponde.

El rostro de Leonardo es una máscara inexpresiva: parte aburrimiento, parte indiferencia fingida. Se reclina, y el cuero de su silla cruje bajo él. —Vamos —murmura, llevándose el tallo de la copa a los labios. Él se inclina y besa a Isla para aliviar una tensión que podría hacer
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