La voz de Leonardo por teléfono sonaba casi frágil, esa fragilidad propia de los hombres a quienes nunca se les había negado nada y que creían que el arrepentimiento se podía comprar con unas pocas palabras. «Emilia», había dicho, «quiero que nos veamos. Quiero pedirte disculpas. Necesito verte. Por favor». La súplica era ensayada, el tono lo suficientemente bajo como para remover lo poco que quedaba de su recuerdo: las cálidas tardes, las risas fáciles, la ilusión de que alguna vez había sido el tipo de hombre que la protegería.
Emilia escuchó, una tormenta de incredulidad y vieja ternura la invadió como un viento helado. Mateo estaba sentado frente a ella cuando sonó la llamada, apretando con tanta fuerza una taza de café que se le pusieron blancos los nudillos. Cuando ella le contó lo que Leonardo había dicho, la habitación pareció encogerse.
«No te vayas», dijo Mateo sin ironía, con la voz áspera y llena de advertencia. —No quiere disculparse. Quiere verte para poder cerrar el tem