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La noche cayó sobre la mansión Davenport como un manto de terciopelo negro, sofocando cualquier rastro de luz residual. La tormenta, lejos de amainar, había empeorado, convirtiendo los inmaculados jardines en un pantano invisible y golpeando las ventanas con una furia que hacía vibrar los cristales en sus marcos de caoba.

Chloe estaba sola en su habitación.

Thomas no había regresado. Había llamado hacía una hora, su voz distorsionada por la estática de la línea, para informar que las carreteras principales estaban inundadas y que pasaría la noche en el ático del centro.

—Duerme bien, cariño —había dicho antes de colgar.

Chloe sabía que era una mentira, o al menos una verdad conveniente. Thomas nunca dejaba su castillo desprotegido a menos que estuviera seguro de que su presa no podía escapar. Pero su ausencia le daba un respiro momentáneo, un instante para dejar caer los hombros y dejar de fingir que el aire no era irrespirable.

Estaba de pie en el centro de la habitación, con la bata
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