El sonido del teléfono repicaba en el silencio de la habitación, uno, dos, tres tonos… Medea ajustó el auricular en su oído, aferrándose a la esperanza de que esta vez él respondería con calidez.
—¿Sí? —La voz de Elian sonó seca, sin emoción, como si hubiera contestado por obligación. —Elian… soy yo. —Medea apretó los labios, intentando que su tono sonara ligero—. Hoy tengo la cita con el oftalmólogo, ¿recuerdas? Dijeron que podrían intentar una nueva evaluación. Quizá haya una posibilidad… Hubo un breve silencio al otro lado. Después, solo indiferencia. —No puedo. Estoy ocupado. —Pero… no tengo quien me lleve. Pensé que... —Rogelio puede hacerlo —la interrumpió—. Él sabe manejar. La línea quedó en silencio por un segundo más, y luego el tono seco de la llamada terminada. Medea permaneció inmóvil, con el teléfono aún pegado a la mejilla. No lloró. No suspiró. Solo sintió cómo el espacio a su alrededor se encogía un poco más, como si su ceguera fuera ahora también emocional. Antes del accidente, Elian solía tomarse el día libre por ella. Solía reír, besar su frente y decirle que nada era más importante que su bienestar. Ahora…apenas parecía tolerarla. Medea dejó el teléfono sobre la mesa con cuidado y se levantó con lentitud, tanteando con la mano hasta encontrar el respaldo de la silla. Un par de pasos después, escuchó que alguien se acercaba. —¿Señora Medea? —La voz grave de Rogelio sonó a pocos metros—. ¿Está todo bien? Ella respiró hondo antes de hablar. Rogelio había trabajado para los Vasiliev desde antes de que ella naciera. Era como un padre, siempre presente, siempre respetuoso. Lo conocía lo suficiente para saber que esa pregunta no era mera cortesía. —No es nada, Rogelio. Solo… —vaciló, sin saber qué palabra usar—. ¿Podrías llevarme a la clínica Altamira? El doctor Suárez tiene hoy mi evaluación. —Por supuesto, señora. Voy por las llaves de inmediato. Antes de que pudiera dar un paso, ella añadió: —¿Podrías acompañarme también? Adentro. Quiero que escuches lo que diga el médico. Rogelio dudó un instante, luego respondió con la misma cortesía tranquila de siempre. —Claro que sí. Lo que usted necesite. *** El auto avanzaba en silencio por las calles húmedas, con el sonido de los limpiaparabrisas marcando un ritmo monótono. Medea mantenía las manos cruzadas sobre el regazo. Rogelio la miró de reojo en uno de los semáforos. —¿Está segura de que no le ocurre nada? —preguntó con suavidad. —Estoy bien —repitió ella, esta vez sin tanto convencimiento—. Solo quiero saber si hay una posibilidad… mínima siquiera, de recuperar la vista. —Elian debería estar aquí —murmuró él, más para sí que para ella. —No lo menciones —pidió Medea con una sonrisa forzada—. Estoy cansada de justificar su ausencia incluso ante mí misma. En la clínica, el doctor Suárez la recibió con una sonrisa amable que no intentó disfrazar su escepticismo. —Señora Vasiliev, hemos revisado sus últimos estudios. El nervio óptico sigue comprometido por el trauma, pero… hay una leve mejoría en la respuesta a ciertos estímulos. Aún es pronto para generar expectativas, pero si sigue así, podríamos considerar un procedimiento experimental en unos meses. Medea sintió una punzada de algo parecido a esperanza. No era certeza, pero sí una grieta en la oscuridad que sentía desde aquel día maldito. —¿Entonces hay una posibilidad? —Mínima, pero sí. Y eso ya es más de lo que teníamos hace seis meses. Rogelio se mantuvo en silencio, pero su mano tocó brevemente el hombro de Medea al salir. Un gesto simple, pero que decía más que las palabras frías que su esposo le dedicaba últimamente. —Gracias por venir conmigo —susurró ella mientras caminaban por el pasillo. Rogelio respondió con lo único que sabía dar con total sinceridad: —Usted no está sola, señora Medea. Aunque algunos hayan olvidado lo que eso significa. El regreso a casa fue tranquilo, aunque en el interior de Medea se agitaban emociones dolorosas. La esperanza tenue del doctor se mezclaba con una tristeza silenciosa y profunda. A medida que Rogelio abría la puerta principal, ella enderezó los hombros, componiendo el rostro en una máscara serena. —Bienvenida, Medea —la voz de Saphira resonó cálida desde el vestíbulo—. Estaba a punto de llamarte. ¿Dónde estuviste? Medea abrió la boca para responder, pero algo la detuvo. Una fragancia familiar, penetrante, masculina. La colonia de Elian. No en el aire, no en el ambiente... en ella. Pegada a Saphira, como si hubiera estado demasiado cerca de su esposo. Como si... El pecho de Medea se tensó sutilmente. No frunció el ceño ni se mostró alterada. Solo aferró el bastón con más fuerza, disimulando el estremecimiento de su mano. —Fui a ver al oftalmólogo —respondió, finalmente—. El doctor dice que no hay avances. Todo sigue igual… o peor. Saphira soltó un suspiro suave y se acercó unos pasos. —Oh, Medea… lo siento tanto. Pero ya sabes lo fuerte que eres. Esa luz que tienes no necesita ojos —dijo con falsa ternura. Medea inclinó ligeramente la cabeza, sin dejar de percibir el rastro de esa colonia que tanto conocía. Elian la usaba desde que estaban comprometidos. Siempre decía que le recordaba su juventud… y que a ella le gustaba. Ahora ese aroma le resultaba casi ofensivo. —¿Y Alin? —preguntó, deseando alejar sus propios pensamientos. —Llegó de la escuela hace un rato. Está en su habitación, dibujando. Le dejé una merienda en la mesita —respondió Saphira—. No tienes de qué preocuparte, ve a descansar. —Gracias… —susurró Medea. Y sin más, avanzó lentamente por el pasillo, guiándose con el bastón. No dijo nada más. Pero algo dentro de ella… se había movido. Sentía que algo en el ambiente había cambiado. *** A altas horas de la noche, Medea se despertó sobresaltada tras una pesadilla espantosa en la que veía a su esposo siéndole infiel. Tenía la frente húmeda por el sudor, y ese nudo que había sentido en el estómago desde la tarde seguía allí, punzante e insistente. Extendió la mano hacia el otro lado de la cama y notó que él no estaba. ¿Aún no regresaba de la empresa? Le pareció extraño. Se había quedado dormida más temprano de lo habitual, pues últimamente el sueño la vencía con facilidad. Sin embargo, a esa hora Elian solía estar en casa. Encendió la lámpara de noche con torpeza y buscó su bastón, pero no lo encontró por ningún lado. Con un suspiro resignado, decidió dejarlo y se incorporó lentamente, apoyándose en la pared para poder avanzar hacia la puerta. Salió al pasillo, dejándose guiar por la textura familiar de los muros. No sabía con certeza qué hora era, pero el silencio espeso y el lejano chirrido de los insectos en el jardín le indicaban que era bastante tarde. Conociendo de memoria cada rincón de la mansión, caminó hasta la habitación de Saphira con la intención de pedirle que llamara a su esposo. Pero se detuvo en seco al escuchar unas risas suaves y voces apagadas. —Basta, tonto —dijo la voz de Saphira entre risitas—. Me haces cosquillas. —Es que te ves preciosa con esa lencería —era la voz de Elian. La voz de su esposo. Medea se tapó la boca con una mano, sus ojos se abrieron de par en par—. Me estás volviendo loco. Trata de no hacer ruido, podrías despertar a alguien. —La tonta de Medea debe de estar profundamente dormida con las pastillas que le puse en el agua. Y nuestra hija... ya sabes que duerme como una roca. Aquello último la dejó paralizada. ¿"Nuestra hija"? ¿A quién se refería? La única niña en esa casa era Alin. Su hija. —Tienes razón —rió Elian, y Medea sintió que algo dentro de ella se rompía—. Es tan estúpida que no se da cuenta de nada. Además de ciega, es completamente inútil. —Qué cruel eres —ronroneó la voz de Saphira, quien durante años se había hecho pasar por su amiga y sirvienta—. ¿Ni un poco la quieres? —Eres tú la que me vuelve loco. Lágrimas silenciosas comenzaron a deslizarse por el rostro de Medea. Estaba tan inmóvil que por un momento creyó haberse convertido en piedra. Aquel era su esposo. Y esa, su supuesta amiga. La puerta cerrada no bastaba para impedirle escuchar todo. Poco después, los gemidos y palabras obscenas que brotaron desde dentro hicieron que le faltara el aire. Ahora lo comprendía todo. Ahora entendía por qué Saphira siempre olía a la colonia de Elian. Todo ese tiempo... habían estado acostándose a escondidas.