2. Indiferencia

A la mañana siguiente, Medea despertó con profundas ojeras bajo los ojos. No había podido dormir en toda la noche; las lágrimas no dejaron de caer ni un instante. Seguía sin creer lo que había escuchado y sentido la noche anterior. Su esposo, siéndole infiel de la forma más vil, en su propia casa, bajo su propio techo.

¿Desde cuándo? ¿Desde que Saphira entró a trabajar con ellos? Llevaban siete años de casados. Un año después de la boda nació Alin, su adorada hija. Y, pocos días después del parto, Elian trajo a Saphira a la mansión. La presentó como su nueva sirvienta personal, alguien que la cuidaría y la ayudaría con la atención de la bebé.

¿Desde entonces? El pensamiento la hizo estremecerse. No tenía cómo comprobarlo, pero lo que sí sabía era que había estado rodeada de enemigos: el hombre al que amaba y la mujer en quien más confiaba.

—Medea, querida amiga —la voz melosa de Saphira interrumpió sus pensamientos, sobresaltándola—. Soy yo, no te asustes. Vine a ayudarte a prepararte para el desayuno.

—¿Elian está en casa aún?

—Sí, está en el comedor.

—¿Y Alin? Quiero verla.

—Lo siento, querida —las manos de Saphira se posaron sobre sus hombros, provocándole un escalofrío de asco—. Ya la llevaron a la escuela. Después tiene clases de piano.

Una punzada de dolor atravesó a Medea. No lograba apartar de su mente aquella frase que había escuchado la noche anterior: "Nuestra hija." ¿Por qué Saphira había dicho eso?

Alin era suya. Su bebé. Pero de pronto, algunos recuerdos empezaron a filtrarse en su mente. Desde el accidente que la dejó ciega, Alin había cambiado. A veces era grosera, se mostraba distante, y no quería pasar tiempo con ella. A pesar de tener apenas seis años, su tono de voz se volvía despectivo. Justo como el de Elian.

Ambos... ambos se habían vuelto diferentes. Fríos. Como si ya no la vieran como parte de esa casa.

—Últimamente no he podido ver a mi hija —dijo Medea con un dejo de recelo en la voz—. Siempre me dices que está ocupada, que tiene algo que hacer... Ni siquiera viene a verme. Soy su madre.

Saphira, al otro lado, puso los ojos en blanco con fastidio, aunque Medea no podía verlo.

—Tanto Alin como Elian tienen vidas ocupadas —respondió con tono dulce, pero condescendiente—. Él con sus negocios, y la niña con sus estudios. Tienes que entenderlos. No te angusties tanto, el amor de ambos siempre lo tendrás.

«En tus sueños», pensó Saphira con crueldad mientras acariciaba el hombro de su víctima.

Medea empezaba a atar cabos. Recordó las veces que Saphira, Alin y Elian salían sin ella. A veces a comer, otras a pasear… tiempo que compartían a sus espaldas. Siempre había una excusa: que sería incómodo para ella, que no podría seguirles el ritmo o que estaría más tranquila descansando. Saphira la tranquilizaba con dulces palabras: “Tú no te preocupes, para eso estoy yo.”

Y Medea… nunca sospechó. Nunca desconfiaba de nadie. Ahora ya no estaba segura de nada. ¿Alin era realmente su hija? La sola duda le desgarraba el alma.

—Tienes razón —respondió Medea, forzando una sonrisa que no sentía—. Ayúdame a arreglarme. Quiero estar con mi esposo.

Saphira, obligada a mantener su fachada de sirvienta leal y amiga abnegada, no tuvo más opción que asistirla. La ayudó a vestirse, a peinarse, a asearse. Pero mientras Medea se distraía, Saphira se probaba en secreto su ropa y sus joyas frente al espejo, como si le pertenecieran. Una rutina que repetía desde hacía tiempo, aprovechándose de la ceguera de quien la consideraba una hermana.

Ya lista, Medea descendió las escaleras con su bastón, paso a paso, guiada por su “amiga”, quien aparentaba ternura mientras la conducía hacia el comedor. Allí estaba Elian. Medea se sentó frente a él, manteniendo la misma expresión dulce y serena de siempre.

Como si no supiera nada. Como si su mundo no se hubiese desmoronado la noche anterior.

—Buenos días, amor —saludó Medea con naturalidad—. ¿Dónde estabas anoche? No te sentí en la cama cuando desperté.

Elian frunció el ceño con fastidio, aprovechando que su esposa no podía ver la expresión de desprecio que le dirigía.

—Trabajando, Medea. ¿Qué más podría estar haciendo? ¿De verdad esa es la primera pregunta que haces tan temprano? —gruñó con desdén—. No me arruines el desayuno, por favor.

Detrás de Medea, Saphira soltó una risa baja y maliciosa. Disfrutaba cada vez que Elian maltrataba a su esposa. De hecho, había sido ella quien le pidió que dejara de tratarla con amabilidad después de que perdiera la vista. Según su criterio, no valía la pena ser amable con alguien que se había vuelto una carga inútil.

—Lo siento —murmuró Medea, bajando la cabeza—. Solo quería decirte que el oftalmólogo...

—¿Otra vez con eso? —la interrumpió Elian con frialdad—. Medea, ya basta. No tienes remedio, cariño. Deja de aferrarte a lo imposible y quédate en casa, como hasta ahora. No quiero sonar cruel, pero como tu esposo me duele verte alimentar esperanzas vacías. Déjalo ir. Acéptalo.

Medea sintió que algo dentro de ella se rompía. ¿Dónde había quedado el hombre cariñoso del que se enamoró? ¿Dónde estaba el esposo que la abrazaba y le prometía amor eterno? Tal vez nunca existió. Tal vez todo había sido una farsa… y ahora que no podía ver, Elian ya no se molestaba en fingir.

Aun así, no permitió que sus emociones se reflejaran en su rostro. Le ardía el pecho de dolor al saber que su amiga y su esposo eran amantes y se burlaban de ella sin piedad. Pero lo ocultó. Sí, por ahora debía callar.

—Me voy al trabajo —anunció Elian, levantándose de la mesa. Rodeó el comedor hasta acercarse a ella. Le acarició la cabeza con fingida ternura y una sonrisa burlona—. Tal vez llegue tarde hoy, no lo sé. Tú solo duerme... necesitas descansar.

Le dio un beso en los labios, uno que a Medea le supo a traición. Lo imaginó besando a Saphira con la misma boca y sintió náuseas. Quería llorar, pero se contuvo. Era fuerte. No se dejaría vencer.

Sin que ella lo supiera, Elian se inclinó también hacia Saphira y la besó en los labios frente a ella, justo antes de tomar su saco del perchero y marcharse. Medea no lo vio, pero lo sintió. Sentía la traición respirar detrás de su nuca, envolviéndola como un manto frío.

Cuando la puerta principal se cerró, Saphira tomó asiento frente a ella y le sujetó la mano, fingiendo compasión.

—No creas que Elian es duro contigo, amiga —dijo Saphira con fingido consuelo—. Él es así... Se preocupa por ti. Yo también. ¿No te has sentido rara estos días? No sé, ¿algún cambio en tu cuerpo?

Medea frunció el ceño ante aquella pregunta cargada de intención. Si no hubiera descubierto la traición de ambos la noche anterior, tal vez la habría interpretado como una simple muestra de preocupación. Pero ya no era ingenua.

—Sí, la verdad es que he estado algo mareada —mintió con un tono de voz sereno—. Duermo demasiado y a veces me arde la vista. Es una tortura constante.

—Sigue tomando tu medicina, no la descuides —dijo Saphira, esbozando una sonrisa envenenada—. No quiero preocuparme por ti, ¿sí? Voy a estar más pendiente de eso, me aseguraré de que la tomes a tiempo.

—Gracias por estar siempre a mi lado, Saphira. Sigue cuidando de mi familia... y de mí —susurró Medea, conteniendo el temblor en su voz.

—Claro que sí. Siempre lo haré —respondió Saphira con dulzura.

Pero esta vez, Medea sintió cómo la rabia se encendía dentro de ella ante tanto descaro. Por supuesto que estaba "cuidando" a su familia… acostándose con su esposo y robándole el amor de Alin. Aquella doble traición le dolía más de lo que jamás imaginó, pero no era una víctima indefensa.

No por mucho tiempo.

Pronto, ambos sabrían que jugar con su dolor había sido el peor error de sus vidas.

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