Pronto, se sentaron frente al abogado.
La sala estaba cargada de una tensión insoportable; el aire parecía espesarse a cada respiración. El hombre, con gesto solemne y voz grave, abrió el documento.
El corazón de Paula Bourvaine latió con violencia en su pecho, como si quisiera escapar de él. Sus manos temblaban sobre su regazo, y su mirada se fijó en las letras que pronto cambiarían su vida para siempre.
El abogado leyó con calma:
—“Yo, Paula Bourvaine, en pleno uso de mis facultades mentales, quiero nombrar heredero universal de mi testamento a mi amado esposo, Franco Bourvaine. Sé que él cuidará de mi patrimonio y siempre velará por nuestra hija.”
Las palabras golpearon el alma de Paula como un látigo cruel. Sus ojos se abrieron con horror y se clavaron en Franco, buscando en su rostro una explicación, una negación, algo que aliviara la daga que acababa de hundirse en su corazón.
Pero lo único que encontró fue la misma incredulidad reflejada en su expresión.
El silencio fue roto por