Norman sostuvo el documento con manos temblorosas. El papel, aunque ligero, parecía pesar toneladas entre sus dedos. Sus ojos se clavaron en Paula, como si necesitara que ella confirmara lo que temía descubrir.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó con voz ronca, cargada de desconfianza.
Paula, serena, lo miró fijamente, aunque en su interior un torbellino de emociones la sacudía.
—Vi algo en Viena, Norman. Una inocencia que no podía fingir. Eso me hizo darme cuenta de que era muy poco probable que ella fuera culpable de lo que todos decían.
Norman apretó los dientes. La rabia y el dolor se mezclaban en su rostro.
—Ella me engañó… —susurró, como si repetirlo lo ayudara a convencerse.
Paula inclinó levemente la cabeza.
—Tal vez sí… o tal vez no. Pero lo único cierto es que solo ella puede darte la verdad. Viena insiste en que fue obligada a dejarte.
—¡Mentira! —gruñó Norman, golpeando la mesa con el puño—. ¡Ella misma me dijo que fue infiel!
Paula no retrocedió. Dio un paso más hacia él, con voz