Viena llegó a esa casa con una furia contenida, una tormenta de emociones que la consumía por dentro. Cada paso que daba hacia la entrada era un eco de su angustia, un recordatorio del dolor que había enfrentado.
Al abrir la puerta, se encontró con el hombre que había sido su primer y único amor, pero también su carcelero. Estaba en el salón, y su presencia la llenó de rabia.
Sin pensar, se lanzó contra él como una fiera herida, su corazón latiendo con fuerza, impulsado por una mezcla de amor y odio.
—¿Dónde está mi hijo? —exigió, su voz temblando entre la ira y la desesperación.
Él, con una calma que le parecía insoportable, respondió:
—En el salón de juegos que hice para él. Nuestro hijo está bien.
Viena lo miró con rabia, su mirada atravesando su pecho como dagas.
La mención de su hijo, de aquel pequeño que era su todo, solo avivó el fuego de su furia.
—¡Nos iremos ahora! —declaró, su voz firme y decidida.
Pero él no se movió, su expresión endureciéndose.
—¡No te llevarás a mi hijo