Paula y Norman iban en el auto en un silencio que pesaba como plomo.
El paisaje corría veloz por la ventanilla, pero ella no lo veía; su mirada estaba fija en sus propias manos temblorosas.
Finalmente, bajó la cabeza, y las lágrimas comenzaron a rodar silenciosas por sus mejillas.
Norman, viéndola tan triste, desvió una mano del volante y buscó la de ella.
La sostuvo con fuerza, como si con ese gesto pudiera darle algo de consuelo, como si pudiera sostener el peso de su dolor.
—Paula… —susurró con una ternura cargada de impotencia—. ¿Te duele mucho? ¿Quieres… quieres perdonarlo?
Ella levantó el rostro apenas, sus ojos rojos lo miraron con rabia contenida y tristeza infinita.
—¿Cómo podría? —su voz quebrada sonó como un lamento—. Ahora tiene un hijo con esa mujer… ¿Cómo se perdona algo así, Norman?
Él la miró con dolor.
Sabía lo que era una traición, sabía lo que significaba que alguien al que amabas destruyera en segundos todo lo que habían construido.
No la juzgaba. La entendía como