Norman miró a Viena con una rabia contenida que parecía incendiarle las venas. Sus ojos eran dagas, y su mandíbula, un hierro a punto de quebrarse. Ella tembló, incapaz de sostenerle la mirada.
El miedo le paralizaba los labios, y aunque miles de palabras ardían en su pecho, ninguna se atrevió a salir.
Norman no esperó explicaciones. Avanzó con pasos decididos hacia el edificio, cada uno golpeando el suelo con la fuerza de su enojo.
Viena, con el corazón desbocado, corrió tras él, intentando alcanzarlo, detenerlo, evitar lo que ya presentía sería una catástrofe.
Cuando entraron en el departamento, la escena fue un mazazo directo al corazón de ambos.
Un hombre estaba allí, sentado con desfachatez en el sillón, con algunos golpes visibles en el rostro, como si acabara de librar una pelea. Viena se detuvo en seco.
Sus ojos lo recorrieron con desconcierto, con incredulidad. Nunca, en toda su vida, lo había visto antes.
—¿Quién eres? —su voz se quebró—. ¡Yo no te conozco!
El hombre alzó la