—¡Señores, aléjense! —gritaron los doctores con voz urgente, mientras las manos expertas empujaban a la multitud hacia atrás.
El aire estaba cargado de tensión, el olor a desinfectante se mezclaba con el miedo que flotaba en la sala.
Javier retrocedió de inmediato, un paso tras otro, sin darse cuenta de que su esposa, Paula, era arrastrada a la sala de emergencias.
Se giró de espaldas, tratando de escapar de la escena, pero entonces un grito lo atravesó como un rayo.
—¡Javier!
El nombre de Paula resonó en sus oídos con la fuerza de un trueno.
Esa voz, dulce y llena de vida, lo alcanzó incluso en medio de su confusión y su dolor. Podría reconocerla, aunque estuviera atrapado en el mismísimo infierno.
Por un instante, Javier sintió que perdía la razón. Miró a todos lados, buscando desesperadamente, pero no, ella no estaba allí, su presencia se había desvanecido, dejándolo solo con el vacío.
—Paula… siempre pienso en ti —susurró con voz temblorosa, más para sí mismo que para alguien más—.