Paula debía acudir al hospital.
Ya casi tenía treinta y siete semanas de embarazo, y esa era su última cita médica antes de que sus pequeñas llegaran al mundo.
Se arregló con lentitud, acariciando su vientre prominente como si buscara transmitir calma a esas dos vidas que se movían dentro de ella.
En el fondo, sentía miedo. Un miedo sordo, constante, que no lograba callar ni con rezos ni con pensamientos positivos.
Esperaba a Norman, pero él no aparecía. Había prometido acompañarla, pero ahora estaba ocupado con el trabajo.
—Ve sola —le dijo Augusta con desdén, con esa voz fría y venenosa que siempre conseguía herirla—. Mi hijo no tiene tiempo para tus tonterías. Es un empresario importante, Paula, un hombre que mueve el negocio del café en esta ciudad. No puede rebajarse a perder el tiempo contigo.
La mirada de la mujer era dura como una daga. Paula tragó saliva.
Ya estaba acostumbrada a ese odio.
Desde el principio, Augusta la había detestado.
La trataba como si fuera una intrusa, c