Una mujer estaba escondida detrás de una fría pared de hospital, el corazón latiéndole con fuerza, casi como si quisiera salir de su pecho.
El miedo la estaba enloqueciendo, un terror profundo que le recorría cada nervio.
Viena, la afanadora del hospital, había llevado a su hijo Rafael porque no podía pagarse la guardería.
Siempre lo había cuidado con devoción, nunca se le había escapado de la vista… hasta hoy.
El destino le jugaba una mala pasada. En un abrir y cerrar de ojos, Rafael corrió en dirección a ese hombre, su propio padre.
La mujer contuvo la respiración, paralizada, viendo cómo cada paso del hombre se acercaba con determinación.
Podía escucharlo, el ritmo firme de sus botas resonando en el piso, como un tambor de amenaza.
Su corazón temblaba, y un sentimiento contradictorio la desbordaba: aún lo amaba.
Lo había amado durante tanto tiempo, y aunque cada lágrima derramada, cada dolor, cada insulto la había marcado, allí estaba, incapaz de negar la intensidad de sus emociones