Augusta respiró hondo, tan hondo que sus pulmones parecían querer estallar.
Cada fibra de su cuerpo estaba impregnada de ambición y rencor.
El aire en esa oficina se sentía pesado, denso, cargado con la electricidad de una decisión que sellaría más de un destino.
Por un instante, su mente se llenó de recuerdos: cada sacrificio, cada maniobra cruel, cada palabra manipuladora que había lanzado como flechas a lo largo de los años para llegar justo hasta ese lugar.
Su alma ya no conocía el peso de la culpa.
El brillo de la ambición en sus ojos ardía con una intensidad que superaba cualquier remordimiento o escrúpulo. La sonrisa del joven frente a ella era la confirmación de que todo lo planeado marchaba según sus cálculos.
—… Está bien —susurró, finalmente, su voz cargada de determinación, pero también de un matiz de triunfo apenas contenido—. Tenemos un trato.
El joven sonrió satisfecho, como un lobo que acaba de atrapar a su presa.
Augusta apretó los puños con fuerza, casi al grado de h