El amanecer trajo consigo un cielo gris, pesado, como si incluso la luz del sol temiera lo que estaba por venir. Eliana se despertó antes que sus padres, con la mente llena de pensamientos enredados. La decisión la consumía: quedarse significaba poner en riesgo al pueblo y a su familia; partir, entregar su libertad a los vampiros.
Mientras se vestía con su manto más grueso, escuchó el crujir del suelo tras ella. Su madre estaba en la puerta, los ojos enrojecidos de tanto llorar.
—¿De verdad vas a ir? —preguntó, con voz quebrada.
Eliana no pudo sostenerle la mirada.
—Si no lo hago, vendrán por mí… y no vendrán solos.
Su madre la abrazó con desesperación.
—Prométeme que volverás.
Eliana no respondió. Prometer algo que no sabía si cumpliría era peor que callar.
A media mañana, un carruaje oscuro apareció en la entrada del pueblo. Dos caballos negros tiraban de él, y en el asiento del conductor iba un vampiro de piel pálida y ojos fríos. Los aldeanos se reunieron en silencio, observando