La noche cayó sobre el pueblo con un silencio espeso, casi antinatural. Eliana estaba en la biblioteca, ordenando los últimos manuscritos antes de cerrar. El resplandor de las velas temblaba en las paredes, y el crujido de las maderas se le antojaba demasiado fuerte.
De pronto, la puerta se abrió sin aviso. Tres figuras entraron, envueltas en capas oscuras. No hacían ruido, pero su sola presencia llenó el aire de un frío helado. Eliana lo supo al instante: vampiros.
—Buenas noches, bibliotecaria —dijo uno de ellos, un hombre de cabellos negros como la tinta y ojos rojos encendidos. Su voz era suave, demasiado educada para lo que realmente transmitía—. Venimos a conversar.
Eliana retrocedió, su espalda chocando contra una estantería.
—La biblioteca está cerrada —logró decir, aunque su voz temblaba.
El vampiro sonrió mostrando apenas los colmillos.
—No hemos venido por libros. Venimos por ti.
Los otros dos cerraron la puerta tras de sí, bloqueando la salida. Eliana sintió cómo su respi