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Capítulo 6 – La guerra se intensifica

El bullicio en la plaza no se disipó con el amanecer. Al contrario, creció con la llegada de mensajeros cubiertos de barro y polvo. Venían de aldeas cercanas, trayendo noticias sombrías: ataques nocturnos, incendios provocados por hadas, emboscadas de vampiros en los caminos. El aire mismo parecía cargado de tensión, como si las sombras aguardaran a cada esquina.

Eliana escuchaba desde la biblioteca, donde algunos aldeanos buscaban mapas y viejos tratados de defensa. El consejo del pueblo discutía en voz alta en la sala contigua. Ella fingía ordenar libros, pero cada palabra llegaba a sus oídos con nitidez, como si su nuevo estado le permitiera agudizar el oído más allá de lo humano.

—Los vampiros avanzan desde el norte —decía uno de los ancianos—. Están desesperados por alimento.

—No, son las hadas quienes han cruzado nuestras fronteras —replicó otro—. Quemaron los graneros de la aldea de Branth, lo vi con mis propios ojos.

Los murmullos subieron de tono. Nadie confiaba en nadie.

Eliana apretó contra su pecho un manuscrito que había estado ordenando. Sentía el mismo nudo en el estómago que la noche en que Lucien la encontró. Había algo que no encajaba en aquellas noticias: demasiadas emboscadas, demasiadas coincidencias.

Cuando salió de la biblioteca al anochecer, la plaza estaba llena de antorchas. Los aldeanos se habían organizado en patrullas, decididos a vigilar las murallas. Pero en sus miradas no había valor, sino miedo. El miedo era un veneno, y lo impregnaba todo.

—¡Eliana! —la llamó su madre, acercándose apresurada—. Quédate en casa, no es seguro andar sola.

Ella asintió, aunque en su interior sabía que no podía seguir encerrada. Algo la empujaba a buscar respuestas.


Esa noche, mientras el pueblo dormía, Eliana se escabulló al bosque. El silencio era más denso que nunca. Caminó hasta el arroyo donde había visto a Lucien por primera vez.

—Sabía que volverías —susurró la voz familiar, emergiendo de las sombras.

Eliana dio un paso atrás, sorprendida de lo rápido que siempre la encontraba.

—Las aldeas están ardiendo. ¿Qué sabes de la guerra?

Lucien ladeó una sonrisa fría.

—Sé que nada es lo que parece. Hadas y vampiros se odian desde hace siglos, pero esta vez… alguien mueve las piezas desde las sombras.

—¿Qué quieres decir?

Lucien la observó en silencio por un instante, como sopesando cuánto debía revelarle. Finalmente, habló con tono grave:

—Hay un traidor. Alguien entre los vampiros que pasa información a las hadas. Por eso los ataques son tan precisos. Por eso nadie puede confiar en nadie.

Eliana sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—¿Y qué tiene que ver conmigo?

—Todo —respondió Lucien, dando un paso hacia ella—. Tú tienes el poder de sanar, de equilibrar. Tu sangre puede decidir quién sobrevive y quién cae. Si los clanes descubren lo que llevas dentro, te arrancarán de tu mundo para usarte como arma.

Eliana se abrazó a sí misma. Las palabras eran demasiado pesadas.

—No quiero ser un arma. Solo quiero proteger a mi familia.

Lucien bajó la mirada, casi con tristeza.

—Entonces debes aprender. Solo dominando tu don podrás elegir tu destino. De lo contrario, otros lo elegirán por ti.


De regreso al pueblo, el aire estaba impregnado de humo. Una patrulla había regresado con malas noticias: una aldea cercana había sido arrasada por criaturas aladas. Las hadas, decían, se movían como un enjambre imparable.

El consejo reunió a todos en la plaza. El anciano mayor, con la voz quebrada, lo anunció con solemnidad:

—La guerra ya está aquí. Nadie puede escapar.

Eliana lo escuchó con un nudo en la garganta. Comprendió que su secreto se volvía más peligroso con cada día. Y en medio de aquella tensión, un pensamiento se instaló en su mente como un presagio: si había un traidor entre los vampiros… quizás también lo había entre los humanos.

La guerra no era solo contra hadas o vampiros. Era contra la desconfianza que crecía en cada corazón.

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