No discuto. No tengo fuerzas. Las palabras de la mujer resuenan en mi cabeza, y el peso de su desprecio me oprime. Miro a mi padre, sus ojos tristes, su rostro cansado. Entiendo lo que quiere decir, pero no puedo articularlo. La tristeza es un nudo en mi garganta, y me impide hablar.
Simplemente me doy la vuelta y camino hacia la mansión. Mis pasos son lentos, pesados, y el peso de la soledad me oprime. Siento la mirada de mi padre en mi espalda, pero sigo adelante.
Una de las empleadas, con una cautela que me da pena, se me acerca con una taza humeante. Me ofrece café. Acepto con un asentimiento de cabeza. No tengo apetito. No puedo desayunar. La tristeza es un nudo en mi garganta, y me impide tragar.
Tomo la taza con ambas manos, el calor se siente bien en mis dedos entumecidos. Miro por la ventana, el paisaje se ve tan pacífico, tan tranquilo, tan ajeno a la tormenta que se desata dentro de mí. El sabor amargo del café se desliza por mi garganta, un consuelo para el vacío que me o