Me paro frente al espejo del baño, con la luz tenue de la mañana entrando por la ventana. La brisa fresca golpea mi piel, haciendo que se me erice. Me veo, y lo primero que noto es que mi cuerpo no se parece en nada a lo que era antes. Mis pies están un poco hinchados, mis caderas más anchas, mis pechos, llenos, pero aun así, me veo bien. Me veo completa. Me veo como lo que soy, una mujer a punto de ser madre.
Mis ojos se detienen en mi vientre. A las treinta semanas, la curva es innegable. La piel está tan estirada que siento un calor extraño, pero en lugar de sentir dolor, hay un placer, una sensación de plenitud. Una mano se va a mi vientre, y la otra a mi corazón. Es la primera vez que me veo así, desnuda y expuesta ante mi propia mirada, pero en lugar de sentir vergüenza, siento una oleada de amor, un amor tan inmenso que me hace llorar.
En ese instante, siento una patada. Una patada fuerte, que me hace sonreír. Mi bebé está ahí, recordándome que no estoy sola, y que este cuerpo,