La nieve caía con furia sobre Norvhar, como si el cielo mismo quisiera sepultar el castillo bajo un manto blanco. Liria observaba desde la ventana de su torre cómo los copos se arremolinaban, formando pequeños torbellinos antes de desaparecer contra el cristal. El invierno se aferraba con uñas y dientes a estas tierras, negándose a ceder ante la primavera que ya asomaba en otros reinos.
—Igual que yo —murmuró para sí misma—. Aferrada a este lugar que no me pertenece.
El reflejo en el cristal le devolvió la imagen de una mujer que apenas reconocía. Sus ojos habían adquirido una dureza que nunca antes había visto en ellos, y las sombras bajo sus párpados hablaban de noches en vela, de secretos acumulados como la nieve en los alféizares.
Tres golpes suaves en la puerta la alertaron. Conocía esa secuencia.
—Adelante, Evran.
El joven consejero entró con sigilo, cerrando la puerta tras de sí. Su rostro, habitualmente sereno, mostraba una tensión evidente en la mandíbula apretada y la mirada