SILVANO DI SANTIS
La mañana transcurría con normalidad. El café estaba servido, los informes entregados, y la agenda de la señorita Adeline organizada al milímetro. Había llegado temprano, como siempre. Nadie lo notaba, pero cada papel, cada marca, cada color tenía una intención: facilitarle el día, mantenerla en orden, cuidarla… desde el silencio.
Ella llegó acompañada del señor Moretti. Ambos sonreían. Él tenía esa expresión relajada que solo mostraba cuando la tenía cerca. Y ella… bueno, ella estaba radiante. Aún traía restos de sueño en los ojos y una alegría que no solía verse entre reuniones y contratos. No pregunté por qué. No tenía derecho.
Me limité a saludar, entregarle los documentos y volver a mi escritorio, como cada día.
Pero entonces, todo se rompió.
La puerta se abrió de golpe, sin aviso, y una voz masculina llenó el aire.
—¡Sorpresaaaa!
Ella se levantó de inmediato. Sus ojos brillaron. Su sonrisa fue automática, amplia, incontrolable.
—¡Asher!
Corrió hacia él.
Corrió.