MARIE MORETTI
La habitación de Josh olía a desinfectante y a café tibio. La ventana dejaba entrar una franja de luz que cortaba la habitación a la mitad, como si el día insistiera en abrirse camino a pesar de todo. Él estaba recostado, con el vendaje blanco asomando debajo de la camiseta que le adapté con tijeras. El hombro herido le subía y bajaba al ritmo pausado de la respiración. Tenía el cabello un poco más largo de el día que nos conocimos; se le rizaba justo en la nuca. Me dieron ganas de meter los dedos ahí y olvidarme del mundo.
—Abre la boca —le dije, acercándole la cuchara.
—Marie, puedo comer solo… —murmuró, mirándome con esa sonrisa pícara que saca cuando quiere saltarse una orden.
—No me importa —le respondí, con la cuchara suspendida—. Yo te estoy cuidando.
Me sostuvo la mirada un segundo y luego bajó los ojos, rendido.
—Sí, señora.
Le di de comer despacio, por capricho y porque quería saborear cada minuto de calma. Afuera, la casa era ruido de martillos, vidrios que ca