JOSH MEDICCI
El rugido de mi moto era un grito dentro de la noche. El viento me cortaba la cara, pero no lo sentía. Solo veía las imágenes en mi celular, la cámara de seguridad que había pirateado Oliver en menos de dos minutos: Marie saliendo del hospital con calma, como si realmente hubiera ido por un café… y luego, el auto negro, frenando junto a ella, la puerta que se abría, y dos hombres bajando para arrastrarla adentro.
Mi corazón se detuvo en ese instante. Ahora ardía, bombeando gasolina en vez de sangre.
—No, Marie… no, no, no —murmuraba entre dientes, conduciendo como un loco entre autos que parecían estáticos.
Cada semáforo era un enemigo, cada curva una puñalada. La placa del auto estaba quemada, pero la carrocería, el color, el modelo… todo eso lo tenía grabado. Y gracias a Oliver, cada cámara de tránsito en la ciudad me iba marcando el recorrido.
—¡Van hacia el este! —grité al micrófono del casco, conectado directo con la radio interna de Lucien y Lucca—. ¡Se la llevaron,