Bastien de Filippi
Caminábamos por el pasillo principal, Lucca y yo, con ese paso que se nos pega cuando ya no estamos conteniendo el aire. No era prisa; era pulso. Por primera vez en siete días, sentía el pecho abierto. El mármol del suelo devolvía un brillo limpio y, entre ventana y ventana, la luz de la mañana nos iba lavando la cara como si supiera el secreto: que acabábamos de recuperar el oxígeno.
—Siete días —dije, más para saborearlo que para contarlo—. Siete días sin mi Kitty y juro que estuve a punto de perder la cabeza.
Lucca soltó una risa baja, esa que solo conoce la gente que duerme a su lado.
—Apenas vi a Ara en el hall, volví a respirar —admitió—. ¿Escuchaste lo que me dijo? “No soy de porcelana”. Y tiene razón… pero para mí siempre lo será.
—Kate me dijo lo mismo con otras palabras —respondí, sonriendo—. Que si creía que iba a quedarse en América tranquila, estaba más loco que nunca. Tiene razón también. Kate jamás me ha obedecido, fui un ingenuo en pensar que se qued