CARLA MORELOS

La sala de sistemas parecía una capilla de vidrio a esa hora: cinco monitores grandes respirando luz fría, el zumbido de los ventiladores, los relojes digitales clavados en 23:59:45. El mundo allá afuera era negro y silencioso; aquí adentro, cada tecla era un latido. Noah a mi izquierda, guantes negros, mirada quirúrgica; Paolo a mi derecha, cómodo como si estuviera en la barra de su bar preferido pero con veinte sesiones SSH abiertas; ShadowFox más allá, esa media sonrisa que solo le aparece cuando está a punto de romperle la columna vertebral a un sistema; Tiffany con sus anillos de plata y el cuello relajado, como si escuchar paquetes de red fuera música. Yo, al centro, con el cronómetro pegado a la pantalla y los dedos listos. El cabello recogido alto. La mente limpia.

Detrás, a tres pasos, los cuatro: Lucien, Silvano, Bastien y Lucca, brazos cruzados, hombro con hombro, observándonos como se observa a un escuadrón antes de abrir la puerta. No dijeron “suerte”. No h