DUEÑO DE SERAPHIM
La oscuridad en la sala era casi palpable. El único sonido que rompía el silencio era el de mi respiración lenta, controlada, el eco de las acciones pasadas retumbando en mi mente. La imagen de Matteo, ahora reducido una masa sanguinolienta, aún se dibujaba ante mí como una escena de justicia implacable. El hombre que alguna vez creyó que podría desobedecerme, ahora ya no era más que polvo. No serviría. Nunca más. Y el mensaje estaba claro: nadie me desobedece.
Miré a mis hombres.
— Limpien todo tal como les pedí, no quiero rastros de Matteo y hagan lo que les pedí.
Solo se escuchó un "Sí Señor". Giré lentamente sobre mis talones y vi a mi hijo. Estaba allí, frente a mí, firme y en silencio, esperando mis palabras. Sus ojos eran fríos, calculadores. Sabía que este día llegaría, aunque no me agradaba que todo tuviera que suceder bajo estas circunstancias. Matteo había fallado, y ahora era su turno de ser el nuevo rostro de la organización. La sangre era lo único que