JEFE DE NOAH
Las luces del despacho estaban apagadas.
Solo el resplandor frío de las pantallas iluminaba la estancia, como el destello de un bisturí que diseca la realidad sin anestesia.
Las imágenes eran claras:
Drones captando cada movimiento. Disparos limpios. Coordinación milimétrica.
Y niños.
Rescatados.
Vivos.
Me recosté en la silla de cuero negro. El silencio victoria.
En la pantalla, dos hombres de negro escoltaban a un niño cubierto por una manta térmica. Lo entregaban con manos firmes pero suaves a una mujer del equipo médico, que se arrodilló para hablarle con dulzura. El niño no lloraba. Solo temblaba.
—Ha terminado —la voz de Noah irrumpió tras de mí, grave, sin adornos.
No lo miré.
Seguía observando la pantalla como si mis ojos pudieran absorber cada segundo y tatuarlo en mi memoria.
—¿Y el otro grupo que llegó a ayudar? ¿De quien se trata?—pregunté con calma, como quien sabe que cada palabra pesa más que una bala.
—Eficientes. Impecables —respondió Noah—. Nada de baja