Ella debe ser mía.

MATTEO RUSSO

Me senté en la oficina de la señorita De Filippi —Addy, para mí, desde que éramos niños — y observé cada rincón con atención. Todo olía a ella. Al mismo perfume dulce que llevaba aquella vez en la fiesta. A la misma presencia imponente pero delicada que me dejó sin aliento cuando la volví a ver.

Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que la vi, mi madre acababa de morir y mi padre me llevó a ese evento tratando de distraerme, entonces la vi, pasó corriendo con su vestido de princesa perseguida con un niño de ojos azules, los dos reían, y sentí envidia, quería volver a sonreir como ellos, me acerqué y ella parecía un ángel, aunque el odioso niño no la dejó jugar conmigo, pero ella me eligió dejandolo ahí solo.

Ella sonreía, me preguntó por mis padres y le dije que mi madre se había ido al cielo y me abrazó, su aroma era dulce, y su abrazo cálido, luego se sacó la pulsera que tenía y la puso en mi muñeca.

— Cuando tengas pena, solo mira la pulsera, te ayudará.

Entonces
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